¿Qué es lo bueno?
Ética
Difícilmente puede hallarse una pregunta de mayor interés: ¿Qué es lo bueno? ¿qué es el bien? Porque todo hombre guarda en lo más hondo de su ser el deseo invencible de ser bueno y de hacer lo bueno.
Dr. Antonio Orozco Delclós Y si hace el mal es porque le deslumbra la partecilla de bien con la que el mal se reviste. Es una consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito, que todo lo hace bien y para el bien; que no sólo ha puesto el bien en todas sus obras, sino la aptitud para hacer el bien y así incrementarlo.
Todos gozamos de una especie de instinto para descubrir el bien. Sabemos que «lo bueno es el bien» y que «lo malo es el mal». Sin embargo, en la práctica no pocas veces se nos plantea un problema: ¿es esto bueno? ¿es bueno que yo haga tal cosa? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere un estudio largo y arduo. Pero siendo tan importante acertar en lo que se juega nuestra propia bondad, nuestro bien, comprendemos que el estudio haya de ser riguroso, científico, de modo que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables.
Así nace la ciencia que llamamos Ética (de ethos, costumbre o modo habitual de obrar), que investiga precisamente lo que es bueno hacer, de modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección humana posible y por tanto la satisfacción de nuestros más hondos deseos, es decir, la felicidad.
Cuando se dice que algo «es ético» o que «no es ético», se está diciendo que es o no es bueno. Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser «ética», no siempre estamos de acuerdo en «lo que es ético». Lo que parece «ético» a unos, puede resultar una monstruosidad a otros. Así por ejemplo, algunos llaman «ético» al aborto provocado en caso de embarazo por violación; lo cual a muchos nos parece uno de los peores crímenes -incluso quizá peor que el terrorismo-, y negación del más elemental derecho de la persona, el derecho a la vida.
Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es «ético»; sobre qué es en realidad «lo bueno». Se trata de una cuestión de vida o muerte, y es preciso encararla con toda seriedad y rigor.
¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre «lo que es bueno», al menos en lo fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sin fundamento racional? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos permita, sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? La respuesta del sentido común ha sido siempre afirmativa. Pero conviene que comprendamos por qué; y por qué algunos no lo ven así.
Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa deseable, apetecible. Aristóteles decía que «el bien es lo que todos desean». Pero, ¿por qué todos deseamos el bien? Porque vemos en él algo que nos beneficia, que «nos hace bien», que nos perfecciona, nos mejora, satisface nuestras necesidades, nos hace más felices. Cabe decir que el bien es una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva (no son vanas estas consideraciones de Pero Grullo).
LA RELATIVIDAD DEL BIEN
Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona a un sujeto, perfecciona a otros. El abono animal alimenta las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, para las vacas, no para nosotros. Es claro pues que el bien es relativo: dice relación a un sujeto o a un conjunto más o menos numeroso de sujetos determinados.
Esa «relatividad» del bien ha inducido a muchos a pensar que el bien no es algo «objetivo», es decir, que no está ahí, independiente de mi pensamiento, sino que cada uno puede tomar por bueno «lo que le parezca»; cada uno sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y decidir por su cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno -se ha dicho- sería «creador de valores», porque el valor o bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión.
Es un grave error en el que hoy incurren no pocos, pero no es nuevo; es tan viejo como el hombre. Adán y Eva ya quisieron no reconocer el bien donde se hallaba -donde Dios lo había puesto-, sino donde a ellos les apetecía que estuviera, con su ya mala voluntad.
LA OBJETIVIDAD DEL BIEN
En rigor, aunque el bien sea «relativo» (algo es bueno siempre «para alguien»), no hay nada menos subjetivo u opinable. La bondad del aire que respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no es algo que inventamos o creamos: no es una bondad «opinable»: está ahí, con independencia de nuestra estimación.
De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la libertad, de la paz, de la fraternidad: valores objetivos que no tendría sentido negar. De modo que si yo los negase porque en algún momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para todos. Mi inapetencia sería un síntoma seguro de alguna enfermedad del cuerpo o del alma.
Es también importante advertir -frente a lo pensado y muy difundido por ciertos filósofos- que si yo apetezco la manzana, no es porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es sabrosa simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le guste -quizá porque esté enfermo-, la bondad de la manzana no es un producto de mi subjetividad: es la manzana misma que tiene de por sí la aptitud para causar un buen sabor y una buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor podría encontrar yo en el acíbar o en la basura.
Es indudable que hay bienes, valores objetivos. Pero cabe preguntarse si todos los bienes lo son. Y, en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las acciones humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan o dañan, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse con razón indiferentes (como, por ejemplo, pasear).
La «relatividad» del bien no quiere decir, pues, que el bien sea bueno porque mi voluntad lo desea, sino que mi voluntad lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en la cosa y después puede estar en mi capricho, opinión o estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo para otro; por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado. Esto no depende de mi parecer. ¿De qué depende entonces? Depende, justamente, de lo que yo soy, depende de mi ser, lo cual, ahora, no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga cualidades y defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy ya con independencia de mi voluntad, y con la misma independencia habrá cosas buenas o malas para mí.
El bien depende pues del ser (real, objetivo, que está ahí) y del modo de ser. Y hay algo que el hombre nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las características individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al contrario, son perfecciones (o defectos) de esa naturaleza peculiar, que compartimos todos los hombres, y que hace posible que hablemos con sentido del «género humano» o de la «»especie humana», y también de un bien objetivo común a toda la humanidad.
De manera que hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente, bienes relativos a la naturaleza humana común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los individuos de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales y permanentes que afectan a todos los hombres, de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la persona no es ajena a la naturaleza sino una perfección –el sujeto– de esa naturaleza determinada.
A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es bueno para el bruto o para el ángel, puede no ser bueno para el hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre -para todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a la gran pregunta: ¿Qué es el hombre? «Qué soy yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, .¿cuál es?» (1).
La Etica (ciencia sobre los bienes del hombre) supone la Antropología filosófica (que estudia qué es el hombre). En la historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque hay diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay diversos conceptos sobre los bienes.
¿QUE ES EL HOMBRE?
Para algunos, el hombre no es más que un conjunto de corpúsculos, aunque complejo y maravilloso (como para Carl Sagan, por ejemplo); se ha contemplado como pura química o biología, o como un mero manojo de instintos fatalmente determinados; o como un número en una especie zoológica. Son diversas manifestaciones de la concepción materialista del hombre.
Al negar -dogmáticamente, por cierto- la realidad del alma espiritual e inmortal en el hombre, todo materialismo se hace incapaz de conocer lo que el hombre en verdad es; y, por lo mismo, no puede saber tampoco lo que en realidad es bueno o «ético». Al pensar al hombre como simple animal evolucionado -sin ningún elemento que sea irreductible a elementos materiales-, no puede evitar pensar lo bueno reducido a lo material y sensitivo; y fácilmente concederá un valor absoluto a lo económico. Se le escapa lo más valioso: el espíritu, donde se halla la raíz indispensable del entendimiento y de la libre voluntad. Por eso, los términos «libertad», «justicia», «paz», «amor», etcétera, carecen, en el materialismo, de contenido humano y se confunden con las sombras que de tales cosas existen -o parecen existir- en el mundo de los irracionales. El mismo concepto de «persona» se vacía y el hombre queda reducido a un «número» al servicio de la «especie» (llamada «sociedad»). Si la «especie» lo reclama, no habrá inconveniente en sacrificar al individuo: se le podrá saquear, con toda paz, o encerrarle en un hospital siquiátrico, o eliminarle: sólo cuenta el bien de la «especie», como en zoología. Esta es la tremenda conclusión del colectivismo, especialmente del marxista.
Si realmente queremos lo bueno, el bien para nosotros y para la sociedad -compuesta no de meros individuos sustituibles, sino de personas con valor único irrepetible-, hemos de tener la honradez de contemplar al hombre en su integridad. No basta ver en el cuerpo sentidos e instintos. Esto sería no ver al hombre, como no ve el cilindro quien mira solamente una de sus secciones, la horizontal o la vertical:
Porque entonces podemos confundir el cilindro con un círculo o con un cuadrado; e incluso llegar a la conclusión de que el cilindro es un círculo cuadrado, y, por tanto, un absurdo que no puede existir sino como una vana ilusión de la mente. Podríamos llegar a la negación de la posibilidad del cilindro, de modo similar a como se ha llegado a la negación del alma humana inmortal: seccionando al ser humano por la mitad de su cuerpo, descuartizándolo. Y una vez descuartizado en la mesa de disección, el «sabio» sentencia: como no veo el alma por ninguna parte, el alma no existe. (Aplausos). Como hizo aquél astronauta soviético, que declaró triunfante que Dios no existía, porque él no lo había visto en su viaje espacial.
El hombre es un «cilindro» muy peculiar: no tiene techo, no tiene límite hacia arriba, y sólo una «sección» totalmente «vertical» puede descubrir su dimensión trascendente a la materia. Pero no es difícil descubrirla, si no se ha perdido del todo el sentido común. Ya tendremos ocasión de volver sobre el asunto. Pero es cierto lo que, en medio de su confusión religiosa, afirmaba gráficamente Unamuno: «lo que llaman espíritu me parece mucho más material (quería decir «perceptible» o «claramente cognoscible») que lo que llamamos materia; a mi alma la siento más de bulto y más sensible que a mi cuerpo». Con razón se ha dicho que el materialismo es el más peregrino ensayo de querer probar, asistidos del espíritu, la no existencia del espíritu, porque «sólo un ser pensante, esto es, espiritual, puede ponerse a «demostrar» con argumentos el materialismo» (2).
El materialismo, deslumbrado ante la semejanza morfológica entre el hombre y el mono, los confunde. Sucede lo que advierte Giambattista Torelló: «objetos de estudio esencialmente diversos, proyectados por el investigador sobre un plano inferior se presentan a su vista como iguales: así la proyección de un cilindro, una esfera y un cono es la misma: un círculo ambiguo y tentador para espíritus simplistas, capaces de concluir que, en el fondo, cilindro, esfera y cono son en realidad una misma cosa»:
Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que reclaman las satisfacciones de sus necesidades vitales. Pero, ante todo gozamos de algo que excede todo lo que puede proceder de la evolución de la materia: el entendimiento, ávido, insaciable de verdad. Ya desde niño, el hombre sano comienza a «exasperar» con sus preguntas interminables: «mamá, ¿qué es esto?, ¿para qué es esto?»; y, sobre todo: «¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?…» Es que el niño está buscando ya una respuesta última y definitiva, que no remita a otro porqué, que sea el gran Porqué que lo explique todo, que sea la Verdad primera original y originaria de toda otra verdad. El pequeño pregunta por Dios, busca a Dios, necesita a Dios desde que su inteligencia despierta al «uso de razón». Es la célebre oración de San Agustín: «Nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti» (3).
Lo único capaz de saciar y aquietar el entendimiento es el conocimiento de Dios. Y no cualquier conocimiento, sino todo el conocimiento de que es cápaz. Sólo así alcanza su perfección suprema, su plena felicidad. De otra parte, la voluntad es una ilimitada capacidad de amar el bien,- no es «infinita», pero sí «ilimitada», porque por mucho que ame, siempre anhela amar más. No se conforma con cualquier bien, desea lo óptimo. Y cuando pone el amor en una criatura y la posee de algún modo, al punto se halla satisfecha; pero pronto advierte que no es lo óptimo, que queda un vacío por llenar, que no ha alcanzado, ni de lejos, la plenitud del bien y del amor que buscaba. Es que todos -sepámoslo o no- queremos a Dios, buscamos a Dios, tenemos hambre de Dios, como Verdad Primera y Bien infinito, como Sabiduría y Amor plenos. Es decir, sólo en El se halla la perfección, la plenitud humana, la felicidad sin sombras: en el amoroso conocimiento de Dios. Ese es nuestro fin, nuestro óptimo bien objetivo común.
Ahora que sabemos, no con detalle, pero sí con profundidad lo que es el hombre, sabemos también cuál es su bien fundamental e indispensable. Independientemente de lo que yo quiera, piense, me apetezca u opine, mi Bien es Dios. Y hallamos así un criterio objetivo de bondad: en el mundo, será bueno para mí -moralmente bueno-, será «ético» lo que me acerque a Dios (o, al menos, no me aleje de El); y será malo -aunque me apetezca- lo que me separa de Dios.
Lo que me aproxime a Dios, será también perfección de mi ser humano personal; lo contrario, dañará sin duda y siempre, lo más íntimo de mi persona.
Esta es ya una conclusión de suma importancia. Pero se abre, claro está, una nueva pregunta: ¿qué es, en la práctica, lo que me acerca a Dios y qué es lo que me aleja de Dios? La luz natural de la razón es un don que nos permite a todos descubrir las exigencias fundamentales del ser humano, es decir la ley moral natural, formulada sintéticamente por Dios mismo en el Decálogo. Se entienden bien así las palabras de Juan Pablo II: «La ley moral es ley del hombre, porque es la ley de Dios». En efecto: «La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido por Dios que nos ha creado». Es por eso que «hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar las palabras del Apóstol, «en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 22)» (4).
Si no existiera la sombra del pecado original en nuestra mente y no hubiese sido debilitada nuestra voluntad, nos conoceríamos bien a nosotros mismos y, en consecuencia, conoceríamos sin duda lo que es bueno, tendríamos una visión clara de la ley moral. Ahora nos cuesta esfuerzo alcanzarla, también por que nos cuesta vivirla. Pero Dios, en su infinita misericordia, ha venido en nuestra ayuda, se ha hecho Hombre, para decirnos hasta con palabras humanas cuál es el camino que conduce a ser de verdad hombres perfectos y felices: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (5). Y no sólo nos ofrece una felicidad natural, sino que con su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección, nos ha abierto las puertas nada menos que a la vida íntima de Dios Uno y Trino. Ha puesto a nuestra disposición su misma felicidad: lo óptimo, no ya relativo al hombre, sino en absoluto.
Y para que todos los hombres, podamos conocer fácilmente, sin disputas o dudas angustiosas, sin esfuerzos hercúleos, cuáles son las cosas que nos acercan a Dios y cuáles son las que nos alejan de El, fundó la Iglesia -una, santa, católica y apostólica- con un Magisterio autorizado, asistido siempre por el Espíritu Santo -el Espíritu de Verdad-, capaz de trazar, en cada momento, un mapa cierto y seguro de los caminos del bien. Ahí, especialmente los católicos, pero también de algún modo todos los demás, tenemos el gran criterio, la gran luz, la gran seguridad para discernir el bien del mal, para conocer esa «norma suprema de la vida humana», que el Concilio Vaticano II recuerda que es «la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana» (6).
ANTONIO OROZCO
(1) SAN AGUSTIN, Confesiones, X, XVII; (2) CORNELIO FABRO, Dios, Ed. Rjalp, Madrid 1961, p. 203; (3) SAN AGUSTIN, o.c., 1, I, l; (4) JUAN PABLO II, Audiencia general, 27-VII-1983; (5) Jn 14, 6; (6) Conc. Vat II, Dignitatis humanae, 3.