Principios metodológicos de las decisiones morales
Ética
Principios metodológicos de las decisiones morales.
Urbano Ferrer
I. De acuerdo con la filosofía clásica, de entre los actos voluntarios la decisión ocupa el lugar central. El proceso de la razón práctica, que se inicia en la intención finalista que forma la voluntad y que termina en la ejecución bajo la dirección de la voluntad de ese fin, comprende dos etapas nítidamente diferenciadas: una, de carácter analítico o deliberativo, que va del fin a los medios implicados nocionalmente en él, y la otra, de carácter sintético o de puesta en práctica, consistente en recomponer con los medios inquiridos previamente la realización del fin. De este modo, el principio intencionado y el fin ejecutado coinciden materialmente, como lo expresa el adagio Primum in intentione, ultimum in executione.
Pues bien, justamente el acto de decisión marca la divisoria entre ambos trayectos, en la medida en que está vuelta bifrontalmente a uno y a otro: es desde luego un decidirme, que interrumpe (etimológicamente, de-cidir viene de caedere, que significa cortar o interrumpir) el curso de la deliberación con un pronunciamiento singular del agente, y es a la vez un decidirme a, que se extiende a la serie temporal en la que se despliega la ejecución de la acción. La decisión es, pues, el punto de inflexión en que convergen, por una parte, la actividad resolutoria que le había precedido (no es casual que se llame a la decisión también resolución) y, por otra parte, la composición de la acción en su totalidad partiendo de aquéllos medios que la deliberación ha encontrado. Santo Tomás denominaba a la decisión el voluntario perfecto cuando va respaldada por el recorrido deliberativo. Es lo que la contrapone a la decisión precipitada o abulia (de a-bouvlesqai, ausencia de deliberación), la cual, siendo también un acto voluntario, carece no obstante de la medida proporcionada por el entendimiento que haría de ella un acto plenamente voluntario. En la abulia la voluntad ha abdicado parcialmente de sí misma, al no ponerse a la altura de lo que requeriría su ser guiada por el entendimiento.
La ubicación peculiar de la decisión en el curso de los actos voluntarios que preparan la acción la pone en relación con un complejo de elementos, que sólo conjuntamente dan razón de ella: tales son los valores universales que la justifican, la disposición singular del agente que ha tomado la decisión adecuada, los medios y circunstancias que están connotados en lo decidido y, por último, las consecuencias que se van a seguir en el mundo en torno de su realización circunstanciada. Son factores que se muestran por separado, planteando cada uno exigencias de orden distinto.
Los valores se caracterizan por mantener su validez más allá de su estar midiendo en particular una determinada decisión; por su propia índole son susceptibles de reconocimiento universal, incluso aunque no estén motivando decisión alguna. En cuanto a la singularidad, una es la relativa a la decisión en la que se expresa su agente, en su capacidad de actuación, pero también en su carácter acuñado por él mismo y en sus hábitos virtuosos o cualidades estables distintivas, y otra es la singularidad propia de la acción una vez realizada, entendida como efecto impreso en el exterior, que viene circunscrito por unas condiciones de facto y por unas consecuencias provenientes del medio externo, en el que lo hecho se cruza con otros efectos.
En el caso de que no comparezcan a la conciencia los valores motivadores de la acción a los que el sujeto se adhiere, la decisión resulta incoherente y a veces ininteligible, pues comprender una decisión equivale a referirla a unos criterios de valoración que la tornan racional. Si, en cambio, lo que está ausente es la disposición habitual virtuosa en el agente, entonces la decisión no llevará el sello insustituible de su autor, tal que se reconoce y potencia moralmente a sí mismo con sus actos voluntarios (es lo que en parte expresaba Husserl, al decir que una vez que he llevado a cabo el acto de decidir, de ahora en adelante soy el que se ha decidido de tal o cual modo, convirtiéndose de yo ejecutivo en sujeto habitual). Pero, si lo que falta es la ponderación debida de las circunstancias y medios de realización, la decisión será ineficaz y se quedará en un gesto apresurado. Por último, si las consecuencias previsibles no han sido tomadas en cuenta, la actuación será irresponsable, ya que el agente no estará en condiciones de responder moralmente por una serie de efectos que él mismo sin embargo ha contribuido a desencadenar.
De alguna forma cada uno de los aspectos anteriores de la decisión están coimplicados en el ser-responsable: 1º) la responsabilidad se contrae ante algún valor, incluyendo aquí eminentemente el valor integral de aquellas otras personas cara a las cuales debo responder de mi actuación; 2º) la responsabilidad requiere un sujeto que la haga propia, y ello no es posible sin la disposición moral a crecer en la responsabilidad como virtud; 3º) la responsabilidad conlleva la identificación externa de la acción por la que se responde, apta para ser imputada a su sujeto, que ha deliberado antes lo que ha decidido hacer (adviértase que tanto la responsabilidad como la deliberación sugieren etimológicamente la idea de peso), y 4º) la responsabilidad se dilata desde aquello que ha sido hecho hasta los efectos indirectos, en la medida en que entran en el radio de lo previsto y asumido.A diferencia de los actos del entendimiento, las decisiones apuntan a un curso de acción futuro, en el que concurren impoderables y decisiones ajenas, que sólo a lo largo de la realización se van haciendo explícitos. Por ello, la propia decisión es también asimilable a un proceso que ha de irse confirmando —y eventualmente revocando— en el tiempo, más allá de toda fijación, sin que ello signifique que haya habido precipitación en su adopción primera. En este sentido, el «facella e no enmedalla» sería tan irresponsable como no haber contado en el principio con los factores que la legitiman.II. Pasemos a examinar a continuación el papel que juegan cada uno de los criterios acabados de consignar en el campo de la práctica médico-curativa.
La noción de valor es entendida aquí en el sentido restringido de los valores morales, fundados en unos bienes ontológicos. Así, la vida humana, la integridad corporal y la salud son bienes, en los que se basan, respectivamente, los valores del respeto a la vida, de la no mutilación del cuerpo o de la reposición de la salud, si está en peligro. La diferencia entre los bienes ontológicos citados y los valores morales dimanados de ellos procede de que sólo los primeros pertenecen constitutivamente a un sujeto existente, en este caso el hombre, demandando exigencias morales. No son los únicos, pero sí aquéllos que la práctica médica tiene preferentemente presentes en el paciente y que constituyen su esencial razón de ser. Son anteriores a todo acto humano por el que se enjuicie que constituyen un bien que hay que proteger. En cambio, los valores morales resultan, ahora sí, de un juicio normativo para la acción del hombre, que los presenta en una situación determinada como debidos a bienes que hay que salvaguardar si están amenazados, o bien como respuestas a bienes que hay que restablecer si están afectados por alguna lesión[1][1].
El valor que subyace a todos los valores morales es aquél de la persona humana al que denominamos dignidad. El concepto de “dignitas” comporta que su sujeto vale en sí mismo, y no como medio subordinado a la consecución de uno u otro objetivo. En su origen griego ajxivon significaba lo que es estimable de suyo, por lo que en sí mismo es; en este sentido se decía de los axiomas de la ciencia, como verdades inmediatamente evidentes, que no resultan de una inferencia a partir de otras anteriores o más básicas. En su aplicación al hombre Séneca lo expresaba en los términos de «homo res sacra homini»: el hombre es intangible para el hombre». De un modo no muy diferente expuso Kant la dignidad (Würde), como el valor que posee el hombre en su interior, frente al precio, que viene a las cosas por aplicación de un criterio externo de medición. Encontró como signo de esta dignidad la presencia de la ley moral en él, que despertaba su admiración, no menos que el cielo de una noche estrellada.
La dignidad humana no representa, por tanto, un principio convencional para nuestro comportamiento, que dependiera de contingencias socioculturales o de una opción más o menos arbitraria. Ni tampoco toda elección por el sólo hecho de ser tomada autónomamente (es decir, sin coacción) es ya digna. Ocurre, por el contrario, que caben elecciones hechas por el hombre que son contrarias a su dignidad, como el suicidio voluntario o los atentados a la propia vida. El ámbito de la libertad que el médico ha de tutelar es el que se mueve en los márgenes de la dignidad humana, que es de suyo anterior al ejercicio de la libertad, en la medida en que ésta puede secundarla o bien transgredirla.
A otro nivel también conviene la dignidad a las acciones libres, no ya sólo porque procedan de un sujeto digno como es el hombre, sino ante todo porque tienen una motivación adecuada a él, de la que reciben su nobleza particular. Es aquí donde se hace necesaria la apelación a los valores morales, por cuanto son los que, una vez interiorizados en la conciencia, miden la propia acción y le otorgan el principio de su justificación. La grandeza del acto libre no está en su indiferencia y desvinculación, sino propiamente en su ordenación a aquellos valores que en cada caso lo orientan y definen.
En segundo lugar, por lo que hace a las decisiones médicas, conciernen, aunque de distinto modo, a tres interlocutores inesquivables: el facultativo, el paciente y los familiares de éste, entre los que se ha creado un clima de apertura mutua y de confidencia reservada. Ninguno de ellos es anónimo para los otros. El médico se guía por la curación del enfermo; el enfermo deposita en él su confianza, y los familiares y personal sanitario prestan su colaboración. Ahora bien, la virtud que regula las relaciones entre particulares desde el punto de vista del bien objetivo para la persona es la benevolencia, como una forma de amistad. Y cualquiera de las decisiones que se hayan de tomar se rige por este bien, en el que las tres partes son concordes. Se convertiría por ello en una tecnificación ilegítima cualquier decisión de laboratorio adoptada desde fuera del historial clínico-narrativo de una persona y al margen de la relación interhumana sostenida por las partes afectadas.
Estrechamente conexa con las decisiones está la virtud moral. La noción ética de “virtud” denota en general, y conforme a su etimología, una energía particular que conduce a la acción moralmente buena con más facilidad y prontitud que cuando se trata de decisiones deliberadas y aisladas entre sí. En consonancia con ello, hacer el bien al enfermo no es tanto el objetivo propuesto en un caso dado como lo que habitualmente dirige y encauza las decisiones determinadas. La curación no es, de este modo, la aplicación impersonal de una técnica objeto de dominio, sino que se inscribe en el contexto biográfico y dialógico de un paciente.
Pero la virtud no sólo se endereza a resolver mejor la práctica adecuada, sino que tiene una validez de suyo en el agente que la ha adquirido, como cualidad sobreactual, según la denominación de Diettrich von Hildebrand[2][2]. Tanto la virtud como los valores objetivos son lo que permite insertar las decisiones clínicas en el área humanística, así como, de un modo negativo, evitar la prevalencia del dominio ejercido sobre los objetos que es propia de la actitud técnica. Como advertía Gabriel Marcel en Les hommes contre l´humain : «Todo progreso técnico debería estar equilibrado por una especie de conquista interior orientada hacia un dominio cada vez mayor de sí… En el mundo de hoy se puede decir que se pierde tanta más conciencia de su realidad íntima y profunda (del hombre) cuanto más dependiente es de todos los mecanismos cuyo funcionamiento le asegura una vida material tolerable».
Ni los valores ni las virtudes están en función de unos principios deontológicos codificados ni de unas consecuencias medibles en términos de rendimiento objetivo, sino que la razón de su aceptación está en ellos mismos o, en términos correlativos, en la apertura constitutiva del hombre a los valores que dignifican moralmente su actuación y en el crecimiento en dignidad que le depara la posesión de las virtudes morales. El carácter humanístico de ambos se evidencia en el hecho de que no consienten de por sí ser evaluados desde unos baremos de productividad que les son ajenos.
Por otra parte, los valores y las virtudes no se superponen a la decisión singular, ya que aquéllos se expresan en ocasiones y situaciones singulares o definidas y éstas a su vez se nutren de la propia acción irreemplazable que las ha hecho surgir. La validez universal no equivale, por tanto, aquí a una abstracción del hic et nunc, sino que comporta más bien una virtualidad que opera en circunstancias y marcos muy diversos, a los que confiere no obstante una significación idéntica. En esto se contraponen a las normas deontológicas abstractas. Como ha indicado Leonardo Rodríguez a propósito de la virtud: «La ejercitación de la virtud va ahormando o encauzando los sentimientos y deseos del sujeto. La virtud se convierte así en un resorte interno de la conducta, el cual ofrece mucha más fiabilidad que el simple enunciado de un límite impuesto desde fuera»[3][3].
En tercer lugar, según veíamos en el primer apartado, la decisión moral ha de enfrentarse con unos medios y unas circunstancias individuantes de la actuación en el curso de la deliberación, la cual tiene su desenlace y cumplimiento precisamente en el acto de decisión al que se ordena. La relevancia moral de este paso se debe, por una parte, a que los medios no son siempre meros medios, indiferentes en sí mismos y ordenables a cualquier fin, sino que pueden funcionar como medios actuaciones humanas provistas como tales de una significación o bien órganos corpóreos del propio paciente o de otros sujetos humanos que lleguen a lesionarlo sensiblemente; y, por otra parte, también plantea problemas éticos el empleo de los medios extraordinarios, así denominados por su alto daño para el paciente o por su elevado coste para los familiares. La Etica sólo puede establecer los principios generales, que no llegan a suplir el peso de la decisión eventualmente difícil que moralmente han de afrontar las personas concernidas.
Examinemos estos aspectos.
Un principio ético básico es el de que una acción en sí misma ilícita no admite ser cohonestada por su ordenación a un fin lícito. La razón es clara: si la acción posee ya índole de fin (tiene su finis operis según la terminología clásica), cualquier otro fin al que se la subordine se convierte en arbitrario y yuxtapuesto, si se lo considera desde el fin que la define. Del hecho de estar dotada de un fin natural propio deriva que no se la pueda tratar como un mero material bruto, moldeable en uno u otro sentido.
Otro principio ético-antropológico también fundamental es el de que el cuerpo no es objeto de disposición para el hombre, sino que en él se expresa la verdad subjetual de éste. Se recoge así la distinción ontológica entre el ser y el tener, puesta de manifiesto en el ámbito de la existencia humana por Gabriel Marcel, entre otros autores. La expresión «el cuerpo es mío» es a este respecto ambigua, y sólo aceptable en el sentido de que forma parte indisociable de mi ser, a diferencia de las cosas corpóreas de que dispongo como simples medios, sea para habitar, desplazarme o para cualquiera de los fines existenciales; soy mi cuerpo, no lo tengo a distancia. El caso novelesco de las víctimas de un naufragio que necesitaban practicar la antropofagia con alguno de los supervivientes para poder alimentarse los demás ejemplifica el trato inmoral del cuerpo ajeno como un medio para sobrevivir.
Ambos principios tienen un sustrato común, a saber, la presencia de una verdad propia tanto en la acción humana como en el cuerpo del sujeto: en la acción es una verdad que reside en su dirección finalizada, en tanto que inherente a ella y no puesta por una intención de origen subjetivo, y en la la corporalidad viviente la verdad está en que el cuerpo es de suyo —siempre que no medie una intención añadida de ocultación— expresivo de un sujeto, cuyas vivencias irradian en él (solemos decir que el cuerpo es el espejo del alma).
Otra consideración que ha adquirido una importancia creciente en las sociedades contemporáneas es la evaluación de las consecuencias que se han de seguir de la posición de la acción. En términos generales, la realización de lo decidido acarrea un coste que no habría de exceder los beneficios resultantes. Cuando se trata de magnitudes comparables la medición puede efectuarse, y lo que se exige es que los riesgos que ha de sortear, por ejemplo, la familia para adquirir un medicamento caro no sean mayores que las posibilidades de éxito en la curación. Pero ya se ve que esta comparación no siempre es fácil porque los bienes que están en juego suelen pertenecer a órdenes diferentes: los costes en tiempo, en dinero, en renuncias a preferencias legítimas, en dedicación… no son comparables, y su evaluación sólo es posible en cada caso por referencia al bien que exige ese precio. Quien elige vocacionalmente una profesión no repara en los sacrificios comportados, con tal que le sean asequibles, mientras que quien la hace sin una motivación suficiente suele exagerar lo que para ello ha tenido que orillar.
Por otra parte, los beneficiarios de las consecuencias no coinciden siempre en sus preferencias: tales son el paciente, sus allegados y la sociedad en conjunto a través de los gastos de la asistencia sanitaria. Así lo expone el ejemplo de una persona anciana con expectativas de vida y que se negaba a seguir alimentándose; en el sentido contrario, el caso de una joven sin apenas posibilidades de seguir viviendo, a la que sus padres querían someter a una arriesgada operación quirúrgica; otro fue el caso de un bebé con lesión cerebral que precisaba un tratamiento fuerte y costoso para mantenerse estacionariamente. Las decisiones incumben a las diferentes partes afectadas, por lo que es aconsejable que no se tomen unilateralmente. Pero unas veces la última palabra la tiene el médico, y otras veces el enfermo o sus familiares próximos.
Para valorar las consecuencias de la acción hay que referirlas en primer término a los derechos objetivos irrenunciables de los pacientes, que son el criterio intransgredible para el facultativo. En general, la valoración de las consecuencias implica siempre algún criterio axiológico, ya sea el bienestar, el progreso en algún orden particular, la paz, pero sobre todo las perspectivas de mejora en la vida y la salud humanas en el ámbito de la praxis médica que nos ocupa. La existencia de estos baremos objetivos es lo que impide que las consecuencias exitosas de una actuación aparezcan por azar, sin saber previamente lo que se persigue, por el solo empleo del trial and error. La situación presenta alguna semejanza con la práctica educativa. Así como los educandos no admiten ser tratados como materia experimental para probar la validez de los métodos y planes educativos, tampoco los embriones vivientes deben convertirse en materia de experimentación, ya sea con vistas a encontrar unos nuevos procedimientos curativos, ya en busca de la méjora eugenésica.
Situar las decisiones como emergiendo aleatoriamente de la concurrencia de unas u otras consecuencias significaría renunciar al carácter primariamente subjetual de la decisión, que sólo subsiguientemente es contrastada con sus efectos y consecuencias y eventualmente corregida, pero que lleva en sí la marca del fin asumido por el agente en el momento subjetivo-objetivo de la intención. El término «proyecto» significa secundariamente la aplicación proyectiva al terreno, pero primariamente denota la anticipación subjetiva de lo que se quiere realizar. Paralelamente, la decisión se incoa en el proyecto motivado o intención, a la vista de los fines, los medios y las consecuencias, y sólo de un modo derivado se plasma en unas realizaciones externas, que sin duda escapan en parte a la intención directriz del sujeto, por no serle trasparente el mundo externo ni la materia particular sobre la que opera.
BIBLIOGRAFIA: Blazquez, N., Bioética. La nueva ciencia de la vida, BAC, Madrid, 2000Carrasco, Mª Alejandra, Consecuencialismo. Por qué no, EUNSA, 1999Ferrer, U., Perspectivas de la acción humana, PPU, Barcelona, 1990Inciarte, F., “Sobre la verdad práctica”, El reto del positivismo lógico, Rialp, Madrid, 1974, pp. 159-187Leonard, A., El fundamento de la moral, BAC, Madrid, 1997Pastor, L.M., Leon, F.J. (eds.), Manual de Etica y Legislación en Enfermería, Mosby, Madrid, 1997Rodríguez Duplá, L., Deber y valor, Tecnos/Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid, 1992Rodríguez Duplá, L., “Etica clásica y ética periodística”, Eticas de la Información y Deontología del Periodismo, Bonete, E. (ed.), Tecnos, Madrid, 1995, pp. 65-80.Seifert, J., ¿Qué es y qué motiva una acción moral?, Centro Universitario Francisco de Vitoria, Madrid, 1995
[1][1] Reiner, H., Bueno y malo, Encuentro, Madrid, 1985.
[2][2] Hildebrand, D. von, Etica, Encuentro, Madrid, 1997, p. 348 ss.
[3][3] Rodríguez Duplá, L., “Etica clásica y ética periodística”, Etica de la Información y Deontologías del Periodismo, E. Bonete (coord.), Tecnos, Madrid, 1995, p. 71.
*Publicado en Cuadernos de Bioetica Volumen XII. Nº 46, 3ª 2001. Septiembre-Diciembre.