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Determinación del momento de la muerte: nuevas evidencias, nuevas controversias

15:33 16 agosto in Eutanasia

Determinación del momento de la muerte: nuevas evidencias, nuevas controversias.   D. Alan Shewmon, MD

Profesor de Neurología Pediátrica.
Medical School UCLA, Los Angeles.

I. Saludo

Es un gran placer estar de vuelta en Pamplona una vez más, para renovar las viejas amistades y hacer otras nuevas. Mi sincero agradecimiento a los organizadores por esta invitación.

Desde mi anterior visita aquí, en 1998, se ha discutido mucho sobre el tema de esta conferencia. Intentaré resumir brevemente mi itinerario conceptual brevemente, y después centrarme en algunas consideraciones empíricas clave que, a mi modo de ver, han arrojado serias dudas sobre esa idea de los últimos treinta años de que la muerte del cerebro equivale a la muerte del organismo humano y de la persona.

En el caso de que alguien pueda estar interesado, el componente autobiográfico de esta conferencia ha sido publicado, con mayor profundidad, en un artículo de 1997 en Linacre Quarterly 1 , y el resto de la conferencia está adaptado de un artículo de 1998 aparecido en Issues in Law & Medicine 2 , derivado a su vez de una presentación en el Simposio del vigésimo aniversario del Linacre Centre for Health Care Ethics de Londres 3.

 

II. Itinerario personal

1. Primera defensa de la muerte cerebral y de la «muerte neocortical» Siete años antes de mi primera visita aquí en 1998, completé mi formación clínica y comencé mi carrera académica en neurología pediátrica. Como neurólogo, recibía frecuentes consultas de la U.C.I. para confirmar diagnósticos de «muerte cerebral». Como católico consciente, con algunas nociones de filosofía, yo estaba también interesado en entender por qué la muerte del cerebro debía igualarse a la muerte del paciente.

En términos más filosóficos, necesitaba comprender por qué la destrucción de sólo el cerebro hacía incompatible que el cuerpo estuviera informado por un alma humana. Probablemente sea justo decir que muchas, si no la mayoría, de las personas que no son médicos (y esto lo ejemplifican bien los periodistas) no creen realmente que la muerte cerebral sea muerte, pero la consideran esencialmente como una ficción legal útil, con la cual ellos están conformes simplemente porque hay un fuerte consenso al respecto entre los expertos 4 .

Para mí, una ficción legal era una razón insuficiente para declarar a alguien muerto. Más aún, se suponía que yo era uno de esos expertos, y necesitaba comprender las bases del consenso y no meramente su realidad sociológica. Como la historia de la ciencia ha probado más de una vez, el consenso unánime por parte de los expertos no tiene por qué corresponder necesariamente con la verdad.Así que emprendí un cuidadoso estudio de la literatura médica y ética, y consulté a numerosos médicos, filósofos y teólogos sobre el tema.

Sorprendentemente, encontré una inquietante cantidad de confusión incluso entre los expertos. No es infrecuente que los médicos, incluso aquellos que se dedican a trasplantes, aunque nominalmente equiparen la noción de muerte cerebral con muerte, dejan caer lapsus linguae que revelan que realmente creen que esos pacientes están vivos, aunque muriéndose, y, a todos los efectos, prácticamente muertos.

A pesar de varias décadas de un esfuerzo educativo por parte de organizaciones médicas y legales, esta confusión en torno a una noción tan fundamental como la vida y la muerte permanece inamovible entre los profesionales de la salud, la mayoría de los cuales no es consciente de su propia confusión sobre la materia. Piensan que comprenden la muerte cerebral, incluso que su equivalencia con la muerte parece «obvia»; sin embargo, cuando son interrogados socráticamente, son incapaces de articular una explicación coherente. Este es incluso el caso de muchos neurólogos, a los que normalmente se enseña que la muerte cerebral es una muerte legal, pero no por qué.

Incluso aunque pudiéramos diagnosticar con gran precisión que el cerebro está muerto, si no podemos explicar de un modo convincente por qué el paciente está por ello muerto, proceder a tratar al paciente como a un muerto, especialmente en el contexto de las donaciones de órganos, supone un grave riesgo moral. Creo que las siguientes palabras del Papa Juan Pablo II, de Evangelium Vitae, se aplican a este tipo de confusión conceptual, así como a casos más concretos de «apaño» en los diagnósticos: «No nos es lícito callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia.

Estas podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante»5 .Si no podemos aducir un argumento moralmente cierto de que un cerebro muerto equivale a un paciente muerto, no tenemos derecho a extraer de estos pacientes corazones que laten espontáneamente basándonos simplemente en que el diagnóstico de que su cerebro está destruido es médicamente preciso. Aunque estas palabras del Papa datan de 1995, yo era plenamente consciente de la importancia de este problema al comienzo de mi carrera en los primeros años de la década de los 80, y me interesaba ya enormemente resolverlo para el bien de mi propia conciencia.

Acepté como correcta la distinción, enfatizada por Bernat y sus colegas6 , en tres niveles de discusión que a menudo se confunden: primero, la definición de muerte – una cuestión esencialmente filosófica -; segundo, el criterio anatómico que concreta esta definición: un híbrido de cuestiones filosóficas y médicas; y tercero, los signos o tests clínicos que determinan la efectiva aparición de ese criterio anatómico en cada caso concreto: un tema puramente médico. Aunque el Papa Pío XII dejó la determinación del momento de la muerte a la competencia de la profesión médica7 , se estaba refiriendo claramente a los niveles segundo y tercero: los detalles clínicos correspondientes a un correcto concepto fundamental de muerte.

En ningún caso pudo querer decir que era competencia de la profesión médica el decidir que el concepto filosófico de muerte era correcto conforme a las enseñanzas del Magisterio sobre la naturaleza de la vida humana. Por tanto comencemos con el concepto fundamental de muerte; después de todo, ¿qué habría de bueno en un criterio clínico válido para un concepto inválido? Tras revisar la extensa literatura sobre muerte cerebral, las razones ofrecidas para explicar por qué la muerte cerebral debía ser igualada a la muerte parecían caer en tres categorías básicas que se excluían mutuamente.*

La primera era sociológica: la pérdida de la pertenencia reconocida a la sociedad humana: un constructo social arbitrario, culturalmente relativo, que actualmente en los países desarrollados, está basada en el cerebro.* La segunda era psicológica: la pérdida de las propiedades esenciales humanas o personalidad, independiente del estado vital del cuerpo. Esto es específico de la especie y se aplica a muchos seres humanos discapacitados cognitivamente, aparte de a la muerte cerebral.

Esto reduce la personalidad a consciencia, reducida a su vez en parte por la mayoría de los que la proponen (aunque no todos), a un producto material o epifenómeno de la actividad electroquímica del cerebro.* La tercera era biológica: la pérdida de la unidad integradora del cuerpo. Esto no es específico de la especie y corresponde a la comprensión ordinaria de la palabra «muerte». Una variación de esta tercera explicación podría llamarse psicosomática, según la cual la muerte requiere tanto la pérdida irreversible de consciencia como el cese del cuerpo como un todo. De esta manera, en la medida en que la consciencia de una persona sea mantenida por el funcionamiento del cerebro, dicha persona está viva incluso aunque el resto del cuerpo esté destruido (una posibilidad hipotética no contemplada por la tercera razón).

Por el contrario (y en contraste con la segunda explicación reduccionista), una persona humana permanece viva aunque esté inconsciente – incluso permanente e irreversiblemente inconsciente – en la medida en que su cuerpo se mantenga vivo como un organismo biológico. Me pareció claro en los primeros años de los 80 que tanto la explicación sociológica y culturalmente relativa como la reduccionista de la personalidad, la explicación psicológica, eran incompatibles con la visión judeocristiana de la vida humana, y particularmente incompatibles con la visión aristotélica-tomista del alma como una forma sustancial o como un principio vital de cualquier ser viviente. En los seres humanos el alma tiene una dimensión espiritual, de forma que el principio de la personalidad es también el principio de la unidad sustancial del cuerpo.

Esta visión aristotélica-tomista contrasta marcadamente con el dualismo platónico-cartesiano, que equipara el alma con la mente consciente, sustancialmente distinta e inexplicablemente ligada al cuerpo, que a su vez es considerado esencialmente (al menos por Descartes) como una máquina, meramente compuesta de un material orgánico en lugar de madera y metal. La noción de alma como forma corporis fue incluso definida como un dogma católico en 1312 en el Concilio de Viena8 y ha sido ratificada en pronunciamientos más recientes del Magisterio. Fue también subrayada por el Papa Juan Pablo II en su discurso para la Academia Pontificia de las Ciencias en1989:»(La muerte) se da cuando el principio espiritual que garantiza la unidad del individuo no puede ejercitar más sus funciones en y sobre el organismo, cuyos elementos, dejados por sí solos, se desintegran»9 .

El mismo concepto ha sido expresado en el ámbito laico, aunque sin el término «alma». Por ejemplo: «Definimos muerte como el cese permanente del funcionamiento del organismo como un todo … (esto es,) de las actividades innatas y espontáneas llevadas a cabo por la integración de todos o la mayoría de sus subsistemas … y de la respuesta al menos limitada al ambiente»10 .Acepté esta visión «ortodoxa» de la naturaleza de la vida humana y me di cuenta de que conllevaba dos relevantes consecuencias inmediatas con respecto al tema de la muerte cerebral (en realidad, se trata de dos modos de decir lo mismo):* primero, si hay un cuerpo humano vivo, hay ipso facto una persona humana viva; y* segundo, la inconsciencia per se, incluso la que es irreversible, es ontológicamente una incapacidad cognitiva, no la muerte.

A principios de los años 80, me parecía bastante claro que la destrucción del cerebro era el criterio anatómico correspondiente a tal concepto de muerte, porque el cerebro era el órgano crítico tanto para la consciencia como para la unidad integradora del cuerpo; por lo tanto, la destrucción cerebral no dejaría ninguna materia para ser informada por el alma, ocasionando por ello el cambio sustancial que nosotros llamamos muerte. Lo que me pareció entonces el argumento más convincente en favor de esta conclusión era un experimento mental que implicaba extraer el cerebro del cuerpo y conservar ambos, al cerebro y al cuerpo descerebrado, mediante tecnología médica. Pensaba que, como la persona permanece consciente a través del cerebro, el cuerpo (en el sentido técnico de materia informada por el alma de la persona) en este escenario hipotético debería ser el cerebro.

El cuerpo descerebrado no es ya el cuerpo de una persona y, al no ser informado por el alma, no debe ser realmente cuerpo, estrictamente hablando. Mejor dicho, ha debido producirse un cambio sustancial sea en un conjunto de órganos desunidos, o bien hacia un organismo no humano de nivel inferior. Dado que en principio los hemisferios cerebrales pueden ser mantenidos conscientes mediante estimulación eléctrica del sistema reticular activador en su cruce con el tronco del encéfalo11 , el experimento mental podría, hipotéticamente, extenderse hasta el mantenimiento de unos hemisferios cerebrales estimulados por un lado, y de un cuerpo con un tronco cerebral pero sin hemisferios, por el otro.

De esta manera, me parecía que la razón más convincente de que la muerte del cerebro completo es igual a la muerte, implicaba lógicamente que lo que se denomina «muerte neocortical» (una forma de estado vegetativo persistente), también debía ser muerte, incluso aunque el cuerpo dejado atrás fuera claramente un organismo vivo, biológicamente hablando: el cambio sustancial no era a una multiplicidad de células, sino a un organismo de nivel inferior (con un alma subhumana). Así, llegué hasta el mismo criterio anatómico que defiende la segunda explicación, aunque por medio de un camino lógico muy diferente y no reduccionista, que me pareció perfectamente compatible con la noción hilemórfica del alma humana concebida como forma sustancial del cuerpo.

Con la prueba de ese experimento mental de que la muerte cerebral era muerte, llevé a cabo mi entrada en la literatura sobre muerte cerebral en 1985, en la revista filosófica The Thomist 12 . Considerando la extensión neocortical, intenté enfatizar la distinción entre las conclusiones metafísicas de un lado y las propuestas éticas de política pública de otro. Aunque me parecía que la explicación del cerebro entero era lógicamente ampliable a la «muerte neocortical», (por lo tanto, compartiendo la conclusión pero no la explicación de los reduccionistas de la personalidad), estaba lejos de abogar por que empezáramos a extirpar órganos de pacientes en estado vegetativo persistente.

Aunque objetivamente ellos estuvieran verdaderamente muertos, muy poca gente sería capaz de entenderlo, y si los especialistas en «muerte neocortical» estuvieran dispuestos a actuar a partir de sus convicciones, todos los demás se escandalizarían seriamente, pensando que se estaba realizando y aprobando un craso crimen utilitarista, y ese estado de acontecimientos públicos sería mucho peor que los relativamente pocos años de vida ampliada y no vivida por los relativamente pocos receptores de esos órganos. Pero también reconocía, que no había medios clínicos seguros para diagnosticar la «muerte neocortical», como los había para la «muerte cerebral total». La reacción ante el artículo en The Thomist resultó ser una mezcla entre elogios y críticas, incluso desde círculos del catolicismo ortodoxo. Yo deseaba estar en el camino correcto, así que aproveché un viaje a Europa en 1988 para pasar unos cuantos días aquí en la Universidad de Navarra.

Dado que se habían realizado aquí trasplantes de órganos en casos de donantes con muerte cerebral, supuse que si existía una institución que tuviera una explicación convincente y coherente, compatible con la antropología católica, por la cual los donantes con un corazón latente estaban muertos, dicha institución sería la Universidad de Navarra. Aquellos tres días fueron maravillosos, pero debo admitir que me sorprendió descubrir que no había ningún marco conceptual de trabajo unificado. Mejor dicho, parecía que los médicos y los filósofos/expertos en ética estaban trabajando en mundos totalmente distintos, paralelos, con relativamente poca intercomunicación.

El teólogo más experto en la materia mantenía que los donantes con un corazón que latía y que padecían muerte cerebral no estaban muertos, aunque sostenía la licitud de extraer órganos de ellos. Los médicos, por su parte, simplemente daban por cierto que la muerte cerebral era muerte, pero no presentaban ninguna explicación convincente en favor de la equivalencia. Parecía haber un supuesto tácito de que la competencia para diagnosticar la muerte pertenecía exclusivamente a los médicos no a los filósofos o a los teólogos; y si los que ejercían la profesión médica estaban de acuerdo con que la muerte del cerebro es la muerte del paciente, entonces así debía ser. (Desconozco qué colaboraciones interdisciplinares han tenido lugar desde entonces, aunque presumo que se ha realizado una aproximación institucional más unificada al problema).

2. Primer punto de inflexión: el abandono de la «muerte neocortical».Un poco después, en 1988, ocurrió un acontecimiento significativo, que ocasionó que yo comenzara a replantearme el tema por completo. Fui testigo de un par de casos de niños que habían nacido sin hemisferios cerebrales y, sin embargo, con el tronco cerebral intacto, una enfermedad llamada hidroanencefalia. Toda la literatura relevante declaraba de forma inequívoca que tales niños, necesariamente, se mantienen en un estado vegetativo indefinidamente.

Sin embargo, estos dos niños eran bastante conscientes, al menos en el sentido de su comportamiento de interacción adaptativa al entorno. Ellos distinguían a las personas y la música familiares de las que no lo eran, y mostraban respuestas emocionales apropiadas hacia la música. Uno de ellos, incluso, tenía visión funcional sin tener corteza visual y podía arrastrarse sobre su espalda, empujando con sus piernas, evitando visualmente cualquier colisión con los objetos. Yo estaba tan sorprendido por el iconoclasma neuropsicológico que, con permiso de los padres, hice una visita especial a su casa para examinarles a los niños y analizar sus historias médicas, y recogí sus comportamientos conscientes en vídeo13 . Aquí hay uno de ellos examinando un objeto e incluso mostrando fascinación ante su propia imagen reflejada. Sucesivamente, me crucé con varios casos semejantes más y recientemente publiqué un artículo sobre el fenómeno y sus implicaciones14 .

La implicación más importante para mí en aquel momento fue que la base empírica para extrapolar el experimento mental a la «muerte neocortical» había sido, efectivamente, demolida. Por esto, en 1989 en el 2º Grupo de Trabajo de la Academia Pontificia de las Ciencias para la determinación del momento de la muerte, me retracté de la extensión neocortical propuesta en mi artículo anterior, sugiriendo en su lugar que la distribución mínima de la destrucción cerebral necesaria y suficiente para constituir la muerte, incluía al menos la corteza, el diencéfalo y la formación reticular de un tronco del encéfalo15 .

3. Segundo punto de inflexión: el abandono de la «muerte de la totalidad del cerebro». Fue en 1992 cuando ocurrió el segundo punto de inflexión importante. Fue inducido al descubrir que, así como sólo la corteza no era absolutamente necesaria para la consciencia, el tronco del cerebro y el hipotálamo tampoco lo eran para la unidad somática del organismo como un todo (por razones que explicaré en breve).

Como partidario de la enseñanza de que el alma humana es tanto la base espiritual de la personalidad como la forma sustancial del cuerpo, consideraba la no disociabilidad de la «persona humana» y el «organismo humano» como un axioma fundamental, lógicamente más seguro que cualquier conclusión de un hipotético experimento mental. Me sentí forzado, por lo tanto, a abandonar la noción de muerte cerebral como muerte.

Sólo mucho más tarde me percaté de que el hipotético experimento mental realmente estaba dirigido a una pregunta sutilmente distinta de la que yo creía que estaba cuestionando. El experimento mental tenía que ver con el problema de la enumeración y de la identidad de los organismos en lugar del de la esencia de un organismo. En el contexto de la muerte cerebral clínica, no hay dos entidades físicamente distintas que exijan el mismo esfuerzo por resolver la cuestión, ¿cuál de estos es Smith? Hay sólo una entidad en cuestión, y si resulta que el organismo es como un todo, entonces éste sólo podrá ser Smith, un Smith inconsciente, discapacitado y muy enfermo, quizá, pero no un Smith muerto todavía.

Que un cuerpo con muerte cerebral sea un organismo unitario es una cuestión que no está contemplada por el experimento mental; eso es algo que sólo puede decidirse al examinar las propiedades biológicas de cuerpos concretos con muerte cerebral, y viendo si semejantes propiedades se encuentran en un nivel holístico o están todas, meramente, en el nivel de los órganos y la células.

Esta es la cuestión sobre la que centraré el resto de la conferencia.

III. Evidencia empírica para un organismo como un todo en la muerte cerebral

Para desarrollar lo que sigue, aceptemos como premisa que la pérdida de unidad somática integrativa (cese del organismo como un todo) es el concepto apropiado de muerte y examinemos si la destrucción total del cerebro se ajusta a este concepto. Si no es así, entonces a fortiori tampoco se ajustará la destrucción de la parte del cerebro, como por ejemplo el tronco del encéfalo (como se mantiene especialmente en Gran Bretaña).

1. Falacia de la asístole necesariamente inminente

Una línea importante de evidencia citada en defensa del cerebro como la parte clínica integradora del cuerpo gira en torno a la inestabilidad cardiovascular del cuerpo con muerte cerebral. Como Christopher Pallis escribió hace 16 años16 :»La asístole aparece inevitablemente (en cuestión de pocos días)… Las razones por las que el corazón se para en un breve espacio temporal … son complejas, pero el hecho empírico está establecido más allá de toda duda». De modo similar, la Comisión presidencial de los Estados Unidos declaraba: «Incluso con un cuidado médico extraordinario, estas funciones (somáticas) no pueden ser sostenidas indefinidamente, normalmente no más de varios días»17 .

Podrían citarse declaraciones similares ad nauseam extraídas de la literatura sobre la muerte cerebral. Tales aserciones se reducen al siguiente silogismo implícito:* Todos los cuerpos sin una unidad integradora se deterioran necesariamente de forma inexorable hasta un inminente colapso cardiovascular a pesar de todas las medidas terapéuticas.* Todos los cuerpos con muerte cerebral se deterioran necesariamente de modo inexorable hasta un inminente colapso cardiovascular a pesar de todas las medidas terapéuticas.*

Por lo tanto, todos los cuerpos con muerte cerebral carecen de unidad integradora.Este sería un buen argumento sólo si los hechos fueran correctos y la lógica válida. Expresado simbólicamente, esto sería:* Todo X tiene la propiedad Y.* Todo Z tiene la propiedad Y.* Por lo tanto, todo Z es X.Sin embargo, ni siquiera la premisa menor es verdadera. El silogismo correcto realmente es:* Todo X tiene la propiedad Y.* No todo Z tiene la propiedad Y.* Por lo tanto, al menos algunos Z no son X.

En un estudio recientemente publicado recogí aproximadamente 175 casos con diagnóstico de muerte cerebral que sobrevivieron más de una semana18 . La mayor parte fue recogida de la literatura profesional, unos pocos de los medios de comunicación, y otros pocos de la experiencia personal o de las comunicaciones de otros neurólogos. Cincuenta y seis casos cuentan con una información individual suficiente para un meta-análisis estadístico.

Aquí está el registro de las curvas de supervivencia para todo el grupo, así como para los dos subgrupos distinguidos por el evento terminal: 37 casos sobrevivieron hasta un paro cardíaco espontáneo y de estos, a 19 se les suspendió el tratamiento. Más de la mitad de los casos sobrevivieron más de un mes y un tercio más de dos. Siete sobrevivieron más de seis meses y cuatro más de un año, el récord está siendo de 16 años y … ¡todavía vive!

Dado que la mayoría de estos casos son de dominio público, es difícil entender cómo Pallis, tan recientemente como 1996, podía afirmar con rostro impasible:

«Estaba ya claramente establecido a principios de los años 80 que ningún paciente en coma apneico al que se le había declarado muerto cerebralmente de acuerdo con los rigurosos criterios del código del Reino Unido (…) había dejado de desarrollar una asístole dentro de un periodo de tiempo relativamente corto. Esa idea fundamental sigue siendo tan válida hoy como hace veinte años, y no sólo en el Reino Unido, sino en todo el mundo»19 .

Un claro ejemplo de manipulación de los hechos para encajar la teoría.

Si no se hubiera suspendido el tratamiento en el segundo subgrupo, aquellas supervivencias se habrían incrementado en cifras desconocidas. Una técnica estadística llamada método Kaplan – Meier daba esta única curva representando la probabilidad de supervivencia como una función del tiempo (suponiendo un soporte vital continuado): un indicador más fiel de la capacidad intrínseca de supervivencia del cuerpo con muerte cerebral.

Un determinante importante de la capacidad de supervivencia resultó ser la edad. He aquí una distribución por edades en el momento de la muerte cerebral respecto a la duración de la supervivencia en todos los 56 casos. Los que más sobrevivieron (2,7 años, 5,1 años y 15 años) eran todos niños pequeños, y los 9 supervivientes de más de 4 meses tenían menos de 18 años. Por el contrario, los 17 pacientes que sobrepasaban los 30 años sobrevivieron menos de 2 meses y medio. Las curvas de supervivencia demostraban este efecto de la edad con rigor estadístico. Los adultos jóvenes y los niños tenían supervivencias relativamente largas, los mayores tenían supervivencias más cortas y los adultos de mediana edad tenían supervivencias intermedias.

Otro determinante clave de la capacidad de supervivencia resultaba ser la causa de la muerte cerebral. Las etiologías estaban divididas en dos categorías: patología cerebral primaria (tal como una hemorragia intracraneal espontánea o una herida de bala en la cabeza), y un daño difuso o multisistémico (tal como una parada cardíaca o un accidente de automóvil). Que estos últimos tengan una supervivencia más disminuida que los primeros tiene sentido intuitivamente y es verificado por las curvas respectivas de Kaplan-Meier.

Estos datos nos enseñan varias lecciones:

Primero, la muerte cerebral no lleva necesariamente a un inminente paro cardíaco.

Segundo, la heterogeneidad de la duración de la supervivencia se puede explicar en gran parte por factores no cerebrales. Más aún, el proceso de daño cerebral que conduce a la muerte del cerebro frecuentemente induce daños secundarios al corazón y los pulmones. Por lo tanto, la tendencia a un paro cardíaco precoz en la mayoría de pacientes con muerte cerebral es más atribuible a factores somáticos que a la mera ausencia de función cerebral per se.

Tercero, las primeras semanas son especialmente precarias. Pero aquellos que tienden a estabilizarse, no requieren por más tiempo un soporte tecnológico sofisticado. Algunos, incluso han sido mandados a casa con un respirador. Aunque un materialista-reduccionista pudiera intentar argumentar (sobre la base del coma irreversible) que estas no son personas humanas, nadie puede afirmar con seriedad que no sean organismos humanos vivos, seres humanos vivos.

Permítanme presentarles a TK, un superviviente récord. A la edad de 4 años, contrajo meningitis, causándole una presión intracraneal tal que incluso los huesos de su cráneo se partieron. En múltiples tests las ondas cerebrales resultaron planas y no se observaron ni respiración espontánea ni reflejos del tronco cerebral durante los 16 años subsiguientes. Los médicos sugirieron interrumpir el apoyo, pero su madre no lo aceptó. Su primera etapa fue muy dura, pero finalmente fue trasladado a casa, donde permanece con un respirador, asimila la comida que se le administra por sonda, orina espontáneamente, y requiere poco más que el cuidado de una enfermera. Aunque está cerebralmente muerto, él ha crecido, ha superado infecciones y curado heridas.

La madre de TK me dio permiso para examinarle y para documentar todo fotográficamente. Aquí ven cómo su piel se volvía moteada, asociado a una subida en la velocidad del corazón y en la presión sanguínea, como respuesta al pellizcarle partes de su cuerpo. Esta respuesta nerviosa no podía ser obtenida en la cara, porque el input sensorial es procesado en el tronco del cerebro, que en él no existe.

Aunque las consideraciones éticas y logísticas me impedían llevar a cabo un test formal de apnea, el hecho es que cumplía todos los criterios clínicos para la muerte cerebral salvo ese. Además de confirmar el diagnóstico, los potenciales evocados no mostraban respuestas corticales o del tronco del encéfalo, un angiograma de resonancia magnética mostraba que no había flujo sanguíneo intracraneal, y esta llamativa exploración con MRI revelaba que el cerebro entero, incluido el tronco cerebral, había sido reemplazado por membranas desorganizadas y por fluidos proteínicos.

TK tiene mucho que enseñar sobre la necesidad del cerebro para la unidad somática integradora. No hay ninguna duda de que su cerebro murió a los 4 años. Ni tampoco hay duda de que está todavía vivo a los 20.

2. Letanías de funciones integradoras

Otro argumento común para igualar la muerte cerebral a la muerte es recitar una letanía de las funciones integradoras medidas por el cerebro y exclamar: «¿Cómo puede un cuerpo con el cerebro muerto ser de alguna manera un organismo unificado sin todas ellas?». Tomen, por ejemplo, el siguiente pasaje de Bernat20 :

«Es primordialmente el cerebro el responsable del funcionamiento del organismo como un todo: la integración de los subsistemas de órganos y tejidos por un control neural y neuroendocrino de temperatura, fluidos y electrolitos, nutrición, respiración, circulación, respuestas apropiadas ante el peligro, entre otros. El paciente con paro cardíaco y destrucción de la totalidad del cerebro es simplemente una muestra de los subsistemas individuales desintegrados, puesto que el organismo como un todo ha dejado de funcionar».

Pero éste no es un enfoque científico a una cuestión empírica. Para determinar si un determinado cuerpo tiene unidad integradora, uno debe primero definir el término operacionalmente, y después examinar ese cuerpo en busca de las propiedades relevantes a la definición. Sorprendentemente, esto no se ha hecho nunca. Como un primer paso hacia ese objetivo, propuse en otro artículo recientemente publicado (Shewmon, 1999a), los dos siguientes criterios operacionales:

Criterio 1: La «unidad integradora» es poseída por un determinado organismo (es decir, realmente es un organismo) si éste posee al menos una propiedad de nivel holístico y emergente. Una propiedad de un compuesto se define como «emergente» si deriva de la mutua interacción de las partes, y como «holística» si no es predicable de ninguna parte o subconjunto de partes, sino sólo del compuesto entero.

Los organismos vivos y sanos normalmente poseen muchas de tales propiedades, mientras que los organismos enfermos podrían poseer menos. Pero sólo una es suficiente para ser un organismo, pues verdaderamente en el nivel del todo debe haber una unidad de la que ésta se predica.

El segundo criterio operacional es un corolario:

Criterio 2: Ningún cuerpo requiere menos asistencia tecnológica para mantener sus funciones vitales que otro cuerpo similar, que es sin embargo un «todo viviente», debe poseer al menos la misma fuerza de unidad integradora y, por lo tanto, ser también un «todo viviente».

Claramente, muchos cuerpos con muerte cerebral en la Unidad de cuidados intensivos requieren menos apoyo tecnológico que muchos otros pacientes extremadamente enfermos o moribundos en esas mismas unidades, que están, no obstante, vivos aún. Ergo, esos pacientes con muerte cerebral, con más integración incluso, deben estar vivos también.

Pero volvamos a la letanía de las funciones integradoras a la luz del criterio 1. En una inspección más cercana, uno descubre que:

* la mayoría de las funciones integradoras mediadas por el cerebro no son somáticamente integradoras; y, a la inversa,* la mayoría de funciones somáticamente integradoras no están mediadas por el cerebro. Más aún, algunas «funciones integradoras» clave, si se entienden como mediadas por el cerebro, no son somáticamente integradoras, y si son entendidas como somáticamente integradoras, no son mediadas por el cerebro. Consideren la respiración y la nutrición citadas por Bernat.

Si se entiende «respiración» como «el mover aire hacia dentro y fuera de los pulmones», entonces la respiración está coordinado por el tronco cerebral. Sin embargo, si se entiende como «respiración» el sentido técnico de intercambio de oxígeno y dióxido de carbono (más relevante a la unidad integradora), entonces es una función química de la mitocondria en cada una de las células del cuerpo. De forma similar, si «nutrición» se entiende como comer, está con seguridad coordinada por el cerebro. Sin embargo, si se entiende como la descomposición y asimilación de nutrientes para obtención de la energía y para la estructura corporal (el único sentido relevante a la integración somática), entonces es una función química de cada una de las células del cuerpo. Otra ironía es la siguiente.

Aunque los neurólogos a menudo citan el colapso cardiovascular inminente para justificar la equivalencia entre muerte cerebral y muerte, las más recientes directrices para el diagnóstico de la Academia Americana de Neurología establecen que «la presión sanguínea normal sin soporte farmacológico» es explícitamente «compatible con el diagnóstico»21 .Más aún, los cirujanos de trasplante de corazón están de acuerdo en que a «la mayoría de donantes puede serles retirado con éxito el apoyo farmacológico administrándoles expansores del plasma22 y que la estabilidad cardiovascular es un requisito de segundo orden que deben cumplir los donantes de corazón. Por tanto, la característica destinada a asegurarnos que los donantes de corazón están muertos, es en sí misma, una contraindicación relativa a la donación del corazón; y, a la inversa, los mejores corazones para trasplantes provienen de donantes con una integración somática intrínseca que no se deriva del cerebro.

Es más, aunque la explicación más común para equiparar la muerte cerebral con la muerte sea la pérdida de la unidad integradora, los criterios de diagnóstico oficiales:- no requieren la ausencia de una única función cerebral somáticamente integradora, y- explícitamente, permiten la preservación de algunas funciones somáticamente integradoras, por ejemplo: a) función pituitaria posterior/hipotalámicab) estabilidad cardiovascularc) respuestas autónomas y endocrinas a la incisión en la piel sin anestesia.Más todavía, hay una impresionante letanía, paralela de funciones integradoras somáticamente no mediadas por el cerebro, la mayoría de las cuales (si no todas) son propiedades del conjunto que cumplen el Criterio Operacional 1. Éstas incluyen:* homeostasis de una variedad ilimitada de parámetros fisiológicos y de sustancias químicas;* asimilación de nutrientes;* eliminación, detoxificación y reciclado de desechos celulares;* balance de energía;* mantenimiento de la temperatura corporal (aunque por debajo de lo normal);* curación de heridas;* lucha contra infecciones y cuerpos extraños;* desarrollo de una respuesta febril a la infección (aunque raramente);* respuestas cardiovasculares y hormonales de stress a la incisión para extirpar órganos;* maduración sexual, como en 2 niños entre el conjunto de supervivientes prolongados;* gestación con éxito de un feto, como en 12 mujeres del conjunto;* y crecimiento proporcional, como en 3 niños del grupo;Además de cumplir el Criterio Operacional 1, los siguientes también cumplen el Criterio 2:* recuperación y estabilización siguientes al paro cardíaco y otras complicaciones;* mejora espontánea en la salud general, tales como la pérdida de necesidad de medicación vasopresora, retorno a la movilidad gastrointestinal permitiendo la alimentación por sonda, etc.* capacidad para mantener el balance de fluidos y de los electrolitos con supervisión y ajustes meramente esporádicos;* y la total capacidad para sobrevivir con una mínima intervención médica fuera del hospital (como en 7 de los casos que estudié).¿Por qué deberían todas estas funciones que no requieren del cerebro ser selectivamente ignoradas, cuando son verdaderamente más integradoras somáticamente que las funciones con mediación del cerebro?

Lejos de constituir un integrador central, sin el cual el cuerpo se reduce a un mero saco de órganos, el cerebro sirve como modulador, buen sintonizador, optimizador, fortalecedor y protector de una unidad somática implícitamente ya existente e intrínsecamente mediada.

 

3. Equivalencia fisiológica somática con la transección del cordón espinal alto.

 

Podrían hacerse muchas más consideraciones pero el tiempo no nos lo permite. Déjenme sólo mencionar, sin embargo, una que considero como un argumento fisiológico definitivo en el debate sobre la unidad somática en la muerte cerebral. Esto ha sido también recientemente publicado23 . La sección de la médula espinal alta elimina en gran parte la influencia coordinadora del cerebro sobre el cuerpo, manteniendo solamente la función del nervio vago y de la glándula pituitaria. Algunas veces la función del nervio vago tiene que ser farmacológicamente suprimida para tratar la bradicardia, que es común en las lesiones de la médula espinal en su zona alta. E incluso podemos imaginar que la víctima es un paciente endocrinológico con panhipopituitarismo compensado médicamente. El efecto en la fisiología somática de tal desconexión del cerebro podría ser virtualmente idéntico al de la muerte cerebral. Si el cerebro fuera el órgano integrador y unificador crítico, el cuerpo debería desintegrarse en ausencia de su influencia controladora, y el efecto sobre el cuerpo debería ser el mismo si tal ausencia de control fuera debida a la destrucción o simple desconexión del cerebro.

Una detallada comparación entre los síntomas clínicos somáticos de la muerte cerebral y la lesiones cervicales altas, muestran que los cuerpos en muerte cerebral son, en principio y clínicamente, tanto «organismo como un todo» cuanto los cuerpos con sección de la médula espinal. Por ello, cualquier definición que decidamos dar a conceptos como «unidad integrativa» y «organismo como un todo», si pueden ser apropiados para cuerpos con sección de la médula espinal, necesariamente deberían serlo para cuerpos en muerte cerebral (la única diferencia es que uno es consciente y el otro está en estado de coma, pero ya hemos visto como esto no es un factor determinante para distinguir la vida de la muerte).

 

IV. ¿Qué es, entonces, la muerte?

Pero si la muerte cerebral no es muerte, ¿qué es? Nos orientamos una vez más hacia los tres niveles conceptuales: definición, criterio anatómico y test clínicos.

Ahora, la definición básica sigue siendo la misma: la pérdida de la unidad somática integradora.

El criterio anatómico, sin embargo, se convierte en un grado crítico de daño a escala molecular por todo el cuerpo, más allá de un «punto sin retorno» termodinámico. La tendencia del cuerpo a un automantenimiento activo está irreversiblemente perdida, y los procesos físico-químicos siguen ahora el camino de una creciente entropía característica de las cosas inanimadas.

Ahora, una condición sine qua non de la oposición a la entropía es la energía, generada por la respiración química, y una condición sine qua non de integración somática es la circulación de la sangre, mediante los cuales las partes del cuerpo interactúan mutuamente. Por tanto, un indicador clínico para el «punto sin retorno» es el cese mantenido de la circulación de sangre oxigenada. La duración crítica depende de la temperatura corporal; de ordinario, probablemente alrededor de los 20 ó 30 minutos.

Aunque «circulatorio-respiratorio» suene similar a la anticuada «cardio-pulmonar», no son sinónimos. Ni el latido del corazón espontáneo ni la respiración son esenciales para la vida, pero la circulación y la respiración química lo son. Por tanto, la propuesta de un estándar circulatorio-respiratorio representa, lejos de una regresión reaccionaria, realmente un avance conceptual, poniendo nuestro criterio y nuestras pruebas más en la línea del concepto básico.

V. ¿Qué diferencia hay?

Aunque la «muerte cerebral» sea una ficción legal, ha producido mucho bien y ningún daño aparente. Entonces ¿por qué combatirla? Veo cinco razones:

Primero, muchos profesionales en diversas partes del mundo involucrados en trasplantes tienen ideas confusas acerca de si los donantes con muerte cerebral estén muertos. Por tanto, sus conciencias pueden estar subliminalmente comprometidas por un sentido de participación en una muerte utilitarista. Más aún, entre el público general, la percepción difundida de que la sociedad apruebe el asesinato de ciertos pacientes moribundos para una causa lo suficientemente buena podría estar contribuyendo al daño del respeto a la vida. La extracción de vísceras de pacientes vivos con cerebros destruidos podría por tanto estar causando un mal mucho mayor a los médicos, enfermeras y a la sociedad que a los donantes de órganos mismos.

Segundo, la explicación tradicional de la muerte cerebral ha ido volviéndose cada vez más inverosímil. Pero como la muerte cerebral es considerada falsamente como una vaca sagrada de la bioética que debe ser preservada a toda costa, los teóricos han ido agarrándose cada vez más al único argumento coherente que queda, a saber, la de la pérdida de la personalidad en un sentido reduccionista. Consecuentemente, la praxis de la muerte cerebral está comenzando a evolucionar en esa dirección y no en la línea de lo sagrado de la vida humana. Por ejemplo, las propuestas de utilizar a niños anencefálicos vivos o a pacientes en estado vegetativo como fuentes de órganos, impensable sólo hace unos pocos años, son ahora tomadas en serio entre los intelectuales y en la literatura médica.

Tercero, la noción de «muerte cerebral» ha inspirado la invención de su supuesta imagen especular llamada «vida cerebral» para justificar el aborto y de la experimentación con embriones humanos. Aunque la idea de «vida cerebral» es contradicha por la consideración de la unidad integradora, se deriva lógicamente de la aproximación reduccionista de la consciencia de la personalidad, que se ha ido convirtiendo gradualmente de facto en la explicación para la muerte cerebral.

Cuarto, hay un serio problema de consentimiento informado. La mayoría de los firmantes de las tarjetas de donantes de órganos y de las familias que autorizan la donación tienen muy poco conocimiento de la muerte cerebral y de lo que realmente ocurre en las salas de operaciones. Cuando leen la frase «después de mi muerte», muchos imaginan un cadáver sin pulso y podrían horrorizarse al saber que realmente significa «después de que yo esté en coma y sin respiración pero todos mis otros órganos estén funcionando bien», y que «yo seré eviscerado mientras mi corazón esté todavía latiendo espontáneamente». Más aún, nadie es informado de que la explicación para equiparar muerte cerebral y muerte sigue siendo controvertida ni de que la evidencia empírica que se ha ido acumulando arroja serias dudas sobre ella. Por tanto, información altamente relevante para la decisión moral del donante potencial es sistemáticamente ocultada.

Finalmente, que el Estado defina a alguien como legalmente muerto de acuerdo con un criterio contrario a las profundas convicciones de esa persona, viola la libertad de religión y de otros derechos fundamentales (estoy pensando particularmente en los judíos ortodoxos, pero también en cualquiera que rechace la muerte cerebral por motivos no religiosos). Solamente una definición circulatorio-respiratoria legal puede ser aceptada de modo universal.

Estas son, pues, mis razones para desafiar el dogma de la muerte cerebral. Las consecuencias éticas del abandono del concepto de muerte cerebral afectan principalmente el campo del trasplante de órganos. No hay ningún problema moral en desconectar el respirador de un paciente con el encéfalo totalmente destruido. Mi estudio de casos de supervivencia prolongada tiene como objetivo principal profundizar en la fisiología somática de la muerte cerebral; en modo alguno representaba una defensa implícita del «vitalismo».

En ningún contexto clínico es más evidente que el uso de técnicas de life-support es moralmente «extraordinario» o «desproporcionado». Las implicaciones respecto al trasplante de órganos son mucho más complejas de lo que a primera vista parece. Una exposición detallada requeriría extendernos más allá de lo razonable en esta conferencia. Baste decir que no estoy en contra de los trasplantes de órganos vitales y que creo sinceramente que hay otras vías, que no necesariamente pasan por equiparar muerte cerebral con la muerte y extraer el corazón cuando todavía está latiendo, para darles una justificación moral y para llevarlos a cabo en la práctica.

En particular, el uso del concepto de «donante con corazón no latente» no sólo requiere dicha equiparación sino que incluso podría hacer que muchos más órganos estuvieran disponibles para el trasplante que en el caso de que requiriéramos que todos los donantes potenciales presentaran muerte cerebral. De hecho, en un contexto histórico, ésta fue la manera en que los primeros trasplantes de corazón24 y de hígado25 fueron llevados a cabo, mucho antes de que la muerte cerebral fuera elevada a los altares legislativos.

En la última década, de hecho, hemos presenciado un resurgimiento del interés y, consecuentemente, de la investigación en esta línea26 . No hay tiempo para profundizar en este tema, pero permítaseme enfatizar que creo que el trasplante de órganos es en principio una práctica loable, y que creo que hay maneras de realizarlo sin causar directamente la muerte del donante, incluso si admitimos que la muerte cerebral no es equivalente a la muerte. Ésta es sin duda un área muy prometedora para la investigación, tanto técnica como ética. En cualquier caso, estoy convencido de que la sustitución de la muerte cerebral por un concepto científicamente más creíble promovería significativamente la respeto a la vida.

Notas

(1) D.A. Shewmon, Recovery from brain death: A neurologist’s Apologia, en «Linacre Quarterly», 1997, 64, 30-96.

(2) D. A. Shewmon, Brain stem death, brain death and death: a critical revaluation of the purported evidence, en «Issues in Law and Medicine», 1998, 14, 125-45.

(3) D.A. Shewmon, Disputed question #1: Is it reasonable to use as basis for diagnosing death the UK protocol for the clinical diagnosis of «brain-stem death»?, in L. Gormally ed., Issues for a catholic Bioethic Proceedings of the International Conference to celebrate the Twentieth Anniversary of the foundation of the Linacre Centre. 28-31 July 1997, The Linacre Centre, London, 1999, 315-333.

(4) D.A. Shewmon, «Brain death»: a valid theme with invalid variations, blurred by semantic ambiguity, en R.J. White, H. Angstwurm and I. Carrasco de Paula, Working Group on the Determination of Brain Death and its Relationship to Human Death, Ed. by Pontifical Academy of Sciences, Vatican City (10-14 December1989), 1992, 23-51; S.J. Youngner, C.S. Landefeld, C.J. Coulton, B.V. Juknialis, M. Leary, «Brain death» and organ retrieval. A cross-sectional survey of knowledge and concepts among health professionals, en «JAMA», 1989, 261, 2205-10.

(5) John Paul II, Evangelium Vitae (The Gospel of Life), St. Paul Books and Media, Boston MA, 1995.

(6) J.L. Bernat, C.M. Culver, B. Gert, On the definition and criterion of death, en «Ann Intern Med», 1981, 94, 389-94.

(7) Pius XII, The pronlongation of life. Address to an International Congress of Anesthesiologists, en «The Pope Speaks», 1958, 4, 393-8.