Blog

Creación y Ley Natural

18:59 16 agosto in Filosofía y Ciencia

Mientras se creyó que el pensamiento y la investigación científicos iban unidos inevitablemente al esquema ideológico del materialismo, la relación -por una parte científica y por otra religiosa- entre el hombre y el mundo- debió ser necesariamente una relación de antagonismo.

Pascual Jordán

Catedrático de Física de la Universidad de Hamburgo

Lo que cree y afirma exactamente la interpretación materialista, respecto de la naturaleza, fue expresado con claridad absoluta en 1748 por Lamettrie, al definir al hombre como una máquina, o -dicho con un término actual— como un “robot”. No se trata de otra cosa que de la doctrina de la predeterminación forzosa e ininterrumpida del acontecer natural. Esta teoría estaba contenida y expuesta ya en la antigua filosofía del átomo de Demócrito: posteriormente fue llevada a un perfilamiento claro, transparente y matemático por la mecánica newtoniana, dentro de la ciencia occidental.

En el ejemplo del sistema planetario, vemos cómo todos los movimientos que acontecerán en el futuro están predeterminados de un modo inevitable y con una precisión matemática, no sólo los eclipses de Luna y de Sol pueden ser preestablecidos matemáticamente, sino que también pueden serlo los menores detalles en el transcurso de los movimientos de los planetas, los satélites o los planetoides. Sin embargo este ejemplo, si lo consideramos como modelo de una idea de toda la naturaleza expresado científicamente, nos permite suponer que —por lo menos, dentro de una lógica clara— es imaginable que la naturaleza exista ella sola por sí misma, pudiendo realizar el proceso normal y lógico de todos sus fenómenos dentro de una predeterminación continuada, sin tener necesidad de ningún gobierno divino del mundo.

Por su parte, el propio Newton sustentó —de un modo aún más taxativo— ideas completamente distintas. De hecho, probó matemáticamente que la mecánica creada por él —incluida su ley de la gravitación— podía explicar las famosas leyes de Kepler: leyes concebidas por Kepler como expresión de la armonía de la creación, atribuible al Creador. Tales leyes —definidas por el genio de Kepler a partir de las medidas astronómicas de precisión formuladas por Tycho Brahe— pudieron ser concebidas por Newton como consecuencias matemáticas de las leyes dinámicas de la mecánica: un planeta expuesto a la atracción del Sol (o un satélite atraído por un planeta) debe moverse, según las leyes de Newton, formando una elipse kepleriana.

No obstante, de acuerdo con las leyes de Newton, los planetas se influirían mutuamente por la atracción de la gravedad. Esto debería conducir a atracciones de los planetas en sus trayectorias elípticas; y, a pesar de la pequeñez de estas alteraciones experimentadas de un modo constante, se llegaría a transformar considerablemente el estado del sistema planetario a lo largo de muchos años. Sin estar aún en condiciones de calibrar matemáticamente estos cambios pro- ducidos durante tiempos larguísirnos, Newton creía que conducirían por sí mismos paulatinamente a una catástrofe: a la destrucción del sistema planetario. De ahí sacó.la conclusión de que el Creador, mediante una intervención constante —que corregiría las leyes naturales— debía impedir de continuo la destrucción y restablecer el orden.

Voltaire, quien dedicó un libro a la tarea de acercar los grandes descubrimientos de Newton al continente europeo —preocupándose menos de los detalles de las demostraciones matemáticas que de la interpretación del contenido filosófico que encerraba la mecánica newtoniana— no estuvo de acuerdo con esta “recaída” religiosa de Newton, hombre profundamente religioso. Describió las teorías de Newton como la doctrina de la autosuficiencia de una naturaleza que subsiste por sí misma, que no necesita las intervenciones de ningún Creador y que no precisa de ningún punto de apoyo o campo de acción. Con todo, la filosofía “teísta” de Voltaire reconoce a un Creador divino: pero le atribuye el papel de simple “relojero”, creador y organizador del mundo en el pasado, pero que lo abandonó después a un proceso inevitable de reloj en marcha.

Sólo merced a la profundización matemática de la “mecánica celeste”, en la época de los grandes matemáticos franceses, se demostró definitivamente que el sistema planetario puede servir como modelo para esta radical concepción de una naturaleza que se basta a sí misma: una naturaleza cerrada, de un modo ininterrumpido y originario, en ella misma. Es cierto que, en el transcurso de millones de años —y durante millones de circunvoluciones planetarias— el sistema se transforma, pero lo hace sólo respecto a la situación espacial de los planos en los que se hallan las distintas trayectorias elípticas. La extensión y la forma de dichas elipses se mantienen inalteradas —o entre alteraciones mínimas—. Esta consecuencia matemática de la mecánica de Newton, demostrada por las órdenes de colocación, ha apoyado decisivamente la difusión de la idea siguiente: en realidad la naturaleza, debido a la predeterminación causal e inevitable de todo acontecer, hace tan inútil como imposible la acción de un Ordenador Divino que mantenga el mundo en funcionamiento. Otro espíritu brillante, y famoso representante de la matemática francesa, defendió de un modo insistente esta idea frente a Napoleón I: Laplace. Intentó también describir el remoto proceso de la formación del sistema planetario como un acontecer, acorde con las leyes de la mecánica newtoniana. Napoleón le preguntó dónde quedaba el Creador en su sistema, contestándole el matemático con una respuesta que se ha hecho célebre: “Esta hipótesis me resulta innecesaria”.

La interpretación religiosa de la realidad del mundo opera de un modo muy distinto. Aunque las ideas mitológico-paganas —que veían la presencia arbitraria de dioses o semidioses, de demonios o ninfas, en todos los fenómenos visibles— pertenezcan al pasado cultural, no por ello dejó de conservarse en el cristianismo la concepción de que el Dios Creador, lejos de haber limitado su intervención al principio al nacimiento del mundo, afirma su poder mediante su constante intervención en el acontecer universal. La idea de unas leyes naturales inevitables sólo alcanzaba una vigencia de escasas proporciones, exceptuándose el hecho de reconocerse (generalmente sin ningún intento de interpretación detallada) la regularidad de los fenómenos cotidianos, para considerar los casos excepcionales (o aparentemente desviados de lo normal) como “milagros”, en los que se manifestarían designios u objetivos especiales de la omnipotencia divina. La teología posterior, tomando ya plenamente en consideración la ley natural, ha admitido precisamente en la definición de milagro una violación de las leyes que rigen la naturaleza. El reconocimiento de la posibilidad de los milagros —en el sentido de tal definición— exige por consiguiente una debilitación del convencimiento sobre la regularidad de las leyes naturales, debilitación que contradice radicalmente el espíritu de la ciencia. Por el contrario, la negación de los milagros de este tipo condujo indefectíblemente a unos procesos mentales materialistas, que niegan toda providencia divina y que —cuando ofrecen consecuencias claras— conducen al ateísmo absoluto. El teísmo de Voltaire no era, en definitiva, sino un débil compromiso.

En los escritos de los más famosos representantes del materialismo científico del siglo pasado, encontramos una y otra vez la afirmación de que todo acontecer transcurre “según causas naturales”. Esta forma de expresarse —polémicamente agudizada en el sentido de negar toda acción “sobrenatural”— insiste, por parte del positivismo, en lo que Lamettrie había expresado con mucha mayor rotundidad e insistencia: la convicción de que las leyes naturales equivalían a una predeterminación causal e inevitable en todo proceso natural. Esta convicción excluye toda forma de concebir el mundo religiosamente, no sólo la cristiana. Sin embargo, no niega meramente la acción divina en el mundo, sino también la libertad humana, la libertad de la voluntad. Cierto es que se ha intentado —aquí hay que mencionar sobre todo la filosofía de Kant— convertir lo imposible en aparentemente posible y lo contradictorio en aparentemente armónico, mediante artificiosas construcciones filosóficas; se ha querido plantear la afirmación de la libertad volitiva como algo presuntamente conciliable con el reconocimiento de la causalidad mecánica y continua, en tanto que base de cualquier explicación de la Naturaleza. Sin embargo, hoy podemos dejar de lado estos intentos como algo indignos de ser mencionados en la actualidad. Podemos eliminarlos porque ahora sabemos que la idea de una predeterminación ininterrumpida en el acontecer natural no corresponde, en absoluto, a la realidad captable experimentalmente.

Con ello entramos en el gran tema de la física moderna, la física de los átomos y de los quanta. En nuestro breve estudio, no intentaremos explicar por qué la física moderna ha llegado a poner fin a la milenaria creencia de que las leyes naturales deben tener la forma de nexos causales y continuos. Una descripción convincente de ello exigiría más espacio del que disponemos. Nos inclinamos a considerarlo como lo que realmente es: un asunto concluido, en el que ya no existen incertidumbres. La idea fundamental —considerada inamovible desde Demócrito— en todas las ciencias naturales, según la cual el acontecer natural presenta una continuidad causal, ha sido refutada experimen- talmente y sustituida teóricamente mediante algo mejor por los físicos de nuestro siglo: sustituida por un mejor conocimiento, que nos ha permitido dar un gran paso hacia la oculta verdad definitiva. Renunciaré a dar cualquier explicación demasiado breve y apenas comprensible; con todo, permítaseme decir que he intentado esclarecer a fondo este problema mediante un libro que, como este artículo, está dedicado a lectores no iniciados en los secretos de las altas matemáticas y de la física teórica, pero sí deseosos de comprender el contenido filosófico central de los descubrimientos modernos (Der Naturwisssenschaffter von der religiosen Frage, Oldenburg I. 0., 3 Aufl., 1965).

Para nuestro estudio, baste decir que el siglo xx ha descubierto que las leyes de la naturaleza son pensables también de una forma completamente distinta a la de la predeterminación causal inevitable; nos referimos a la forma de la regularidad o de las leyes estadísticas. No es cierto (aunque los antiguos físicos consideraban una verdad inmutable) que también para los pequeñísimos átomos rijan leyes del mismo tipo que las que rigen para el sistema planetario: sino que para los átomos —cuya propiedad fundamental es (según Max Planck) la de efectuar sus reacciones a saltos— rigen sólo relaciones estadísticas, que dictan ciertamente prescripciones obligatorias para un comportamiento medio a grandes colectividades de átomos, pero que dejan abierto taxativamente un campo de indeterminación para las reacciones individuales de los propios átomos. La causalidad cerrada sólo se da, por con- siguiente, en el marco de la “macrofísica”; en la “microfísica” de los átomos, los electrones, etc., reina una libertad relacionable únicamente con la estadística.

Porque la palabra “libertad” es la que aquí se impone, si queremos describir de un modo imparcial y sereno lo que realmente ocurre ante nosotros. No obstante, es preciso un gran esfuerzo si queremos explicar el uso de esta palabra de un modo exacto, es decir, inequívoco. Empezaremos preguntando radicalmente si (y cómo) la física, una cien- cia en la que se experimenta con instrumentos y en la que se realizan mediciones, nos puede dar ideas esclarecedoras sobre el gran tema de la libertad. Evidentemente, la “libertad” no se puede medir en centímetros, ni en segundos, ni en grados de temperatura, ni en gramos, ni en voltios, ni en kilovatios. ¿Acaso no deberíamos considerar que el problema de la libertad queda totalmente fuera de la perceptibilidad fisica y que, quizás precisamente por ello, se podría afirmar que queda fuera de la competencia de la investigación física? De hecho, esta afirmación ha sido sustentada con insistencia por filósofos de nuestro tiempo (y no pocos); con esta afirmación se ha creído expresar una idea brillante y liberadora, que puede ofrecernos una salida de las contradicciones que antes parecían insolubles en el pensamiento científico y religioso. Los filósofos en cuestión han afirmado con gusto que existe una “irrelevancia” del conocimiento científico frente a todos los problemas profundos, preñados de significación universal, de la filosofía e incluso de la teología. Han propuesto lo siguiente: “¡Dejadnos ser especialistas! ¡Especialistas de la física, de la biología, de la geología, o bien por otro lado especialistas de la filosofía, de la ética, de la teología! Si evitamos hablar unos con otros, si negamos u olvidamos que existe cualquier tipo de relación entre los objetos de nuestros respectivos campos, entonces no podrán surgir tampoco contradicciones molestas”.

Esta invocación, con vistas a forzar la salida de los problemas más profundos y difíciles del conocimiento humano prohibiendo reflexionar sobre ellos, sólo puede satisfacer mientras uno quiera darse por satisfecho con un especialismo elevado a principio básico de la actividad intelectual. Sin embargo, la gran misión de nuestro tiempo consiste en seguir la dirección de una síntesis que se orienta hacia toda la verdad alcanzada por nosotros, hacia un gran conocimiento totalizante y vario a la par que unitario.

Las contradicciones, las tensiones entre conocimiento científico y fe, no sólo han constituido el tema central de la historia cultural europea; siguen siendo un gran tema, en torno al cual gira nuestro pensamiento; y lo son aún más, cuanto más intentamos alejarlos de nuestra conciencia. Lo decisivo es que hoy podemos penetrar hasta el fondo de dichos problemas y que podemos decir algo verdaderamente sustancial sobre ellos: después de que las épocas pasadas sólo creyeron poder ver la existencia de “antinomias” aparentemente insolubles. Porque todas las dificultades anejas a este tema se enraizaban en la “absolutización” injustificada y objetivamente falsa.

Sería totalmente injusto exigir a ultranza que ciertos físicos del siglo pasado, hubieran dicho: aceptemos experimentalmente que el principio de causalidad es falso (al modo como los más geniales matemáticos de aquel tiempo fundaron la geometría no euclidiana al decir: presuponemos que el axioma de las paralelas es falso). Porque algo semejante no podría entrar en ninguna consideración: habría superado las posibilidades de cualquier fantasía humana el hecho de imaginarse unas leyes naturales no causales, sino funcionando en unas relaciones estadísticas, antes de que los hechos experimentales hubiesen hecho surgir dichas leyes progresivamente o que las hubieran hecho visibles gradualmente a los ojos de los físicos. (En realidad, las leyes de la geometría no euclidiana podrían ser imaginadas ya entonces por mate- máticos tan carentes de prejuicios como un Gauss, un Bolyai, un Lobatschewski o un Riemann.)

Con todo, si nos atenemos ahora al problema de la libertad, nos será útil imaginar al principio su contrario, la no libertad. No es libre el hombre que está atado con ligaduras; pero tampoco son libres (puesto que están atados con las inevitables ligaduras de la causalidad) una máquina, una maquinaria de relojería, un sistema planetario. Ciertamente, algunos filósofos han caído a veces en el juego de ideas (o juego de palabras), de decir, que una piedra, mientras caía, quería caer. Pero tal interpretación no contiene evidentemente nada que nos proporcione auténticos conocimientos suplementarios sobre la piedra y su movimiento de caída. Todo hecho comprobable respecto a la caída de dicha piedra se nos ofrece ya con perfección a través del conocimiento de las leyes de Galileo sobre la caída de los cuerpos: la interpretación adicional de que la piedra quiere caer, no nos ofrece ningún tipo de información captable.

Así pues, todo acontecer natural establecido causalmente de un modo fijo, debe ser considerado por nosotros como algo carente de libertad, según se ha hecho siempre sobre todo lo que es perfectamente inteligible a lo largo de toda la historia del pensamiento humano: no obstante, si las antiguas ciencias físico-naturales hubiesen tenido razón con su convencimiento de que no existe ningún proceso que no esté ligado absolutamente a la causalidad, entonces hubiera estado garantizada la simple exactitud para la afirmación de la no existencia de ninguna libertad real; y si hoy sabemos que es inexacta esta “absolutización” del principio de causalidad, esta interpretación (conforme con la verdad) es asimismo una interpretación llena de contenido sobre la existencia de la libertad. Del mismo modo que —al nivel de un conocimiento únicamente maerofísico de la naturaleza— una interpretación que afectaba a la libertad (aunque transitoria e inexacta) era la de que todos los procesos transcurren sin libertad.

La nueva interpretación actual está todavía muy lejos de contener una afirmación de la libertad: expone simplemente que la refutación de la libertad intentada por el materialismo ha fracasado. (Los filósofos idealistas dirían: esto no es nada nuevo para nosotros, porque en cualquier caso hemos considerado falso el materialismo y no hemos con- cedido importancia a su negación de la libertad. Pero desde una consideración objetiva, independiente de las querellas entre partidos filosóficos, se diría en lugar de lo anterior: el materialismo, y especialmente su conjunto de pruebas contra la libertad, ha sido refutado ahora experimentalmente merced a la prueba científica de la indeterminación objetivamente dada.) Aunque es fácil definir la indeterminación microfísica como una libertad de los átomos, no puede esperarse en absoluto una toma de posición científica sobre el problema de la libertad que vaya más allá de lo que se ha dicho antes con precision: no puede esperarse, en particular, mientras sólo investiguemos objetos físicos y no el hombre vivo. En él podemos por lo demás adentrarnos, basándonos en el hecho de que la psicología de lo inconsciente guarda sorprendentes analogías con las leyes más profundas y delicadas de la física cuántica (de la que la disolución de la causalidad, sustituida por las leyes estadísticas, es sólo un aspecto parcial).

Sin embargo, en lugar de seguir investigando este aspecto de nuestro problema (tratado más a fondo en el libro mencionado antes), nos dedicaremos sin temor a la siguiente cuestión: ¿puede (y cómo) el moderno conocimiento de la naturaleza, en su inesperada profundidad, decimos algo sobre el problema del Creador? En este aspecto tenemos que reconocer la existencia de un “problema”, cuando no nos situamos de un modo inmediato en el punto de vista de los “creyentes” al no renunciar simplemente a toda comparación entre lo que se nos aparece como cierto según dicho punto de vista y los resultados del trabajo investigador.

En el ejemplo de la idea de libertador, hemos visto lo siguiente: la física no puede realmente demostrar la existencia previa de la libertad en»los átomos. Sus conceptos —como gramo, segundo, voltio, carga, entropía, etc.— no son apropiados para hacerse cargo de una cualidad como la libertad. No obstante (a pesar de las objeciones de algunos filósofos), debemos defender la tesis de que allí donde existe una relación de causalidad absoluta sólo puede existir una falta de libertad; será pues evidente que la física podrá reconocer, claramente, la proyección de la libertad en el plano de la experiencia física (y en cierto modo, las sombras que proyecta la libertad sobre dicho plano). Porque si presuponemos que el ente de naturaleza “hombre” posee una libertad real, resultará inevitablemente la conclusión de que —a pesar de la existencia de leyes naturales— en la naturaleza deben existir ciertos márgenes de libertad. Esta consecuencia de una premisa no inmediatamente demostrable de un modo físico, puede ser demostrada en cambio físicamente y la prueba da un resultado positivo. El margen de libertad demostrado se halla ciertamente en la microfísica, no en la macrofísica. Pero los maravillosos resultados científicos de la biofísica y la biología molecular nos han demostrado que los organismos vivos —no pertenecientes en modo alguno a la microfisica, aunque tampoco totalmente a la macrofísica quedan implicados, más bien de un modo lógico, en un todo distinto, merced a su microfísica indeterminada y en su macrofísica determinada.

Así, con respecto al Creador podemos formular —con razón— la pregunta siguiente: ¿podemos hallar quizás sus huellas, su proyección en algún sector del conocimiento científico, aunque sea imposible una demostración inmediata de esta “hipótesis”, como la llamaba Laplace? Este “hallar” no debe interpretarse en el sentido en que podría hacerlo un creyente convencido, el cual está dispuesto a considerar todos los fenómenos naturales (con o sin investigación a fondo) como testimonios de la existencia del Creador: una actitud humanamente respetable, pero que no puede ser la del investigador científico de la naturaleza.

Ahora se trata en cambio, de la cuestión siguiente: saber si la premisa de un Creador permite sacar conclusiones que sean susceptibles de examen científico.

Como se sabe, los mitos sobre la Creación de todas las religiones plantean la Creación del mundo como un acontecimiento temporalmente definido y limitado, que ocurrió en un pasado remoto. La perspicacia de los pensadores teológicos escolásticos agudizó hace ya muchos siglos esta concepción hasta llegar a la interpretación de que el tiempo como tal tuvo un principia: de suerte que “antes” de dicho principio no sólo no existía creación, sino que tampoco había tiempo; así pues, la palabra “antes” es totalmente inadecuada en esta aplicación. Los argumentos aducidos entonces para esta conclusión parecen extraordinariamente modernos a los físicos actuales: por ejemplo, cuan- do se dice que el tiempo sólo puede existir cuando hay movimientos y procesos o acontecimientos; y éste no puede ser evidentemente el caso “antes” de la Creación.

La doctrina del principio de los tiempos no puede ser demostrada en modo alguno por la ciencia. La ciencia de la cosmología, la investigación del cosmos en su conjunto, se ocupa desde hace mucho en la investigación de este problema. Aunque hoy no pueda hablarse aún de una decisión ya conseguida, con todo hay muchas cosas que —en nues- tra ciencia sobre el universo— indican que tuvo lugar un auténtico principio de los tiempos en un pasado remoto pero mensurable —aproximadamente diez mil millones de años (nuestra tierra, con una edad probable de unos 4.500 millones de años, tendría casi la mitad de la edad del tiempo)—. Otros astrónomos actuales, desde una larga serie de años, están fuertemente impresionados por una teoría contraria (sin duda fascinante), según la cual el pasado temporal del cosmos es infinito. Pero los descubrimientos de los últimos años, especialmente en el campo de la radioastronomía, son apropiados —a juicio de eminentes especialistas— para reconocer esta “steady state theory” como algo refutado: así, parece que el reconocimiento de un principio de los tiempos es la única posibilidad que queda para darnos una idea general, sin contradicciones, del cosmos y de su evolución. También en esta dirección la ciencia natural parece confirmar la conclusión, formulada hace siglos, acerca de la “hipótesis del Creador”.

La evolución filogenética de la vida en la tierra ofrece nuevas ocasiones de sacar determinadas conclusiones, o por lo menos de formular esperanzas y suposiciones partiendo de la “hipótesis del Creador”, a fin de someterlas al examen científico. Evidentemente, podemos suponer —en el sentido de la “hipótesis”— que en este proceso de la filogenia podría reconocerse, de un modo claro y decisivo, la proyección del Creador. De hecho, la ciencia actual sobre las mutaciones y su papel en los desarrollos biológicos nos proporciona unas bases muy seguras para la moderna refutación de las ideas favoritas del materialismo, ideas que han delimitado este tema. Desde hace dos décadas, el autor viene trabajando a fondo cabe el papel de la indeterminación en la filogenia (incluyendo el principio dé la vida en la generación espontánea, tan comentada desde Haeckel). Sin embargo, no es éste el lugar adecuado para repetir in extenso todo lo dicho sobre el tema: baste decir que toda mutación es un proceso explícitamente indeterminado, un salta cuántico, de una molécula portadora de elementos hereditarios; y aunque naturalmente se dan en masa tales mutaciones, que se han repetido billones de veces en la historia de la tierra, también existen las que se han producido raras veces —por ser altamente inverosímiles— e incluso aquellas que no se han producido más que una vez. Una investigación más detenida indica de modo decisivo que precisamente las mutaciones más insólitas han sido las realmente definidas en la filogenia, desde la “generación espontánea” (cuyos aspectos más agudos han sido totalmente pasados por alto por los materialistas modernos como Oparin) hasta la formación del hombre a partir de sus antepasados animales.

Si pudiésemos probar que el hombre ha nacido de una mutación especial (única o insólita) —cosa que hoy no podemos demostrar aún, pero que será un problema soluble por las ciencias naturales—, habriamos podido probar todo lo que es reconocible como proyección de la interpretación “Dios creó el hombre” en el nivel de las ciencias físico- naturales. Probablemente al proseguir las reflexiones apuntadas, será posible demostrar de un modo completo que toda la filogenia fue un proceso que en sus pasos decisivos no ha nacido de una determinación materialística, sino del libre juego —juego creador— de las mutaciones individuales más insólitas.

A esto hay que añadir, como complemento, otra comprobación que hoy sólo puede atestiguarse mediante una serie de ejemplos, pero que será asimismo comprobable de un modo amplio por la investigación futura (y probablemente se podrá demostrar de un modo completo). Al parecer, cada vez nos, damos cuenta con mayor claridad de que los pasos más importantes de la evolución biológica se dieron en época sorprendentemente temprana; de suerte que, por esta razón, pudo sostenerse la hipótesis de una finalidad del conjunto. Sin enumerar nuevamente los ejemplos antes mencionados, quiero referirme a dos, que nos suministra la investigación más reciente. El primero atañe a los principios de la vida orgánica sobre la tierra: el paleontólogo alemán Pflug. Por otro lado, surgieron los americanos Barghonor y Schopf, quienes nos han suministrado la prueba —al parecer concluyente— de que algunas piedras sudafricanas cuya edad asciende a más de tres mil millones de años contienen restos de organismos primitivos. Con ello, dichos investigadores prosiguen la línea de aquellos descubrimientos que —hace ya algún tiempo— condujeron a localizar los antiquísimos restos de carbono vegetal en Finlandia y posteriormente a comprobar la existencia de restos de hongos o algas aún más antiguas (casi dos mil millones de años). Precisamente el hecho —mencionado más arriba— de que no podamos atribuir el comienzo de la vida a macroprocesos físico-químicos causales, sino a insólitos y únicos saltos cuánticos, hace tanto más notable —y digno de reflexión— el que la vida orgánica parezca precisamente haberse apresurado a nacer tan pronto como estuvieron dispuestas las condiciones ambientales apropiadas para su posterior desarrollo, rico en aventuras.

El otro desarrollo reciente de la investigación, que pertenece al tema tratado aquí, es la certidumbre cada vez mayor —unida principalmente al nombre de Rust— de que las formas primitivas del hombre son mucho más antiguas de lo que se creía en la época de la investigación del hombre del glaciarismo. El hombre se remonta al terciario (los discutidos “eolitos” son, en parte, verdaderas herramientas) y según el propio Rust, la antigüedad puede ser aún más considerable. Aunque estos hechos nos demuestran, con mayor claridad que antes, la lentitud de la evolución en las primeras fases de la historia de la humanidad, por otra parte se acentúa la impresión de una finalidad en el total desarrollo filogenético.

Tras esta comprobación de un primitivo nacimiento de formas humanas primigenias, debemos renunciar ciertamente a conservar cualquier definición del hombre que, para la situación actual, parta de lo más apropiado: el diferenciarlo de sus parientes zoológicos. Actualmente, el uso del fuego (no la producción del fuego, desconocida aún por algunas tribus del interior de África) es común a todos los grupos humanos, por distintos que sean. En cambio, hace unos millones de años, sólo podía hacerle definible como hombre el uso de instrumentos y armas; este uso —como ha explicado Rust, con una claridad convincente— debía mantener la aptitud de la raza humana para la supervivencia: cuando, con la pérdida de los grandes colmillos, perdió también la capacidad de morder en la lucha por la vida; y cuando el andar, sobre dos piernas, hizo que perdiera la capacidad de huir ante el peligro.

Sin que podamos formular una afirmación segura, cada vez se destaca más claramente la posibilidad de que el principio de la humanidad pudiera producirse en una mutación de inusitada fuerza transformadora.

En mi libro antes aludido, he intentado obrar con suma precaución ante toda conclusión filosófica que pudiera extraerse del estado actual de las ciencias. El objeto de su exposición había de ser la demostración de la falsedad de la idea materialista sobre la naturaleza, tal como ha resultado de la vastedad de la investigación moderna en la física, la biología y la cosmología. Los problemas estudiados en el presente artículo se acercan un poco más a lo que se puede tratar dentro del diálogo “entre conocimiento y fe”. Aunque en este campo sean necesarias precauciones aún mayores en los juicios, estoy seguro de que podemos seguir andando por este camino.


* Nota de la Dirección de Folia Humanística. Este artículo del gran fisico de Hamburgo, P. Jordán, estaba destinado a los números de “La Libertad”, publicados en 1966.