¿Consenso en la ética clínica?
El tema de esta ponencia eleva a nuestra consideración algunas interrogantes que voy seguidamente a enumerar: Primera pregunta: ¿Qué se quiere decir exactamente cuando hablamos de «ética clínica»? Segunda pregunta: ¿Qué quiere decir «consenso»?
¿Nos referimos a un principio de acuerdo respecto a los fundamentos de los diferentes modelos éticos o aludimos simplemente a la búsqueda de posibles acuerdos delante del enfermo, en el acto médico propiamente dicho? Tercera pregunta: El título de esta ponencia es sumamente sugerente y muy importante desde la perspectiva personalista ¿pero desde qué ética personalista? Cuarta y última pregunta: Si ciertamente buscamos un consenso o, al menos, niveles de acuerdo ¿con cuáles éticas procede la búsqueda de este consenso?
Como pueden ustedes colegir, son muchas las interrogantes y muy poco tiempo para abordarlas, al menos para los ponentes. En mi caso voy a intentar responder brevemente a estas interrogantes, que me parecen claves para centrar el tema, pero tendrán ustedes que perdonar la excesiva concreción de mi intervención, aunque luego, en el coloquio pienso que podremos intercambiar nuestras opiniones y enriquecernos mutuamente.
1. A la primera interrogante, pienso que por ética clínica lo que se quiere significar es no tanto un enfoque concreto, procedimental o modelo de ética clínica –tal como puedan serlo el de Thomasma o el de Pellegrino, por poner un ejemplo– cuanto algo más elemental, tal si es posible la búsqueda de acuerdos éticos prácticos en el marco de la relación médico-enfermo: en la consulta del médico, a la cabecera de la cama del paciente, en el quirófano o en las Unidades de Cuidados Intensivos.
Desde este punto de vista me interesa conceptualizar ante ustedes dos modalidades de acto médico, que me gusta diferenciar y que ciertamente no son bien distinguidas en la práctica médica ni parecen haber sido establecidas por la bioética académica. La primera de ellas, que llamaré acto asistencial, se orienta a un diagnóstico, pronóstico y tratamiento. Por ejemplo: atender un parto, curar una neumonía, operar una catarata, etc. En este caso el médico contempla la naturaleza herida del enfermo y se apresta a recuperar la normalidad, la vida, la salud, la vieja physiologia de los médicos griegos. Y la segunda, que denomino acciones o técnicas sanitarias de utilidad o protección de las personas– ejemplo de las cuales podría ser la colocación de un DIU, llevar a cabo un aborto, la eutanasia activa o el manejo y uso de los embriones para la fertilización in vitro–donde el homo faber médico, más que sanar en el sentido estricto del término, actúa modificando el sentido del determinismo corporal a fin de obtener alguna utilidad clínica, que estima un beneficio para su paciente. Esta separación -quiero insistir- no es hoy reconocida por la Medicina, pero es clave para ese esfuerzo de búsqueda de consenso en el análisis ético de los diferentes modelos que se nos pide en esta ponencia.
2. Respecto a qué quiere decir consenso, pienso que no se trata de hallar puntos de acuerdo respecto a fundamentación –que es algo muy difícil– cuanto a la búsqueda de concordancias en el modo práctico de abordar un dilema ético en el manejo de la enfermedad y de los enfermos. Desde esta perspectiva el enunciado de esta ponencia podría redactarse también así: ¿Son posibles los acuerdos prácticos en la resolución de dilemas éticos en los actos médicos, al margen de las diferencias conceptuales respecto a los fundamentos de la ética? O ¿son posibles los acuerdos prácticos en las deliberaciones en el marco de los Comités Asistenciales de Ética? A mi juicio, cada una de estas preguntas exigiría para su abordaje una ponencia específica o todo un Congreso monotemático, tal es la densidad de sus contenidos y la simplicidad de pretender despacharlos en unos minutos. Baste aquí decir que es una aspiración de la ética, desde Kant, la pretensión del acuerdo universalista, y común evidencia histórica, también en Bioética, la de su imposibilidad. Que ciertamente hay muchas materias y abordajes técnicos en la Medicina Clínica que suscitan acuerdos bastante generalizados es algo obvio, de la experiencia diaria de los médicos; y, en tal sentido, la ciencia médica actúa a modo de racionalizador y conformador de la elección terapéutica –a la manera de un catalizador de las respuestas útiles– y en este sentido lo hace de modo impecable. Tan impecable que durante siglos tranquilizó la conciencia de la mayoría de los médicos. En la clásica mentalidad estos debían adoptar por sí solos sus decisiones morales al modo como tomaban sus decisiones médicas, porque en el fondo se pensaba que una buena decisión médica era equivalente a una buena decisión moral. El ethical judgement y el clinical judgement, como dicen los anglosajones, eran una misma cosa. En definitiva, bastaría aceptar este modelo epistemológico de la ciencia médica y ya habríamos formalizado un gran acuerdo.
Pero… si analizamos desde una óptica personalista la naturaleza de esos acuerdos, pronto resaltará ante nuestros ojos el hecho de que tales concordancias cristalizan siempre sobre lo que anteriormente he denominado «actos asistenciales». Y que todas las discrepancias — o la mayoría de ellas — se centran en las denominadas «acciones de utilidad y protección» a que he aludido anteriormente: allí donde la acción médica ya no se propone recuperar la salud respetando la naturaleza de la corporeidad, sino promover la salud o recuperarla adoptando una posición radical de dominio sobre la corporeidad., al margen del instrumento técnico que media estas acciones y de su significado ético.
El problema nos traslada a la ética del discurso y, más allá, a la gran interrogante de nuestros días : si la ética de las acciones médicas debe nacer en el seno de nuestra conciencia y con arreglo a una dimensión normativa o deontológica, o si, por el contrario, la ética a aplicar debe ser el resultado de un acuerdo racional que incluya a todas las partes afectadas, el paciente, el médico, el sistema asistencial, la sociedad, etc., como postula la ética intersubjetiva.
3. La tercera interrogante alude al modelo de ética personalista. En este sentido quiero destacar la necesidad de reflexionar sobre el modelo en vigor –el personalismo ontológico propuesto por Sgreccia– y su insuficiente operatividad a la hora de orientar el acto médico. Ausencia, en suma, de un buen procedimiento para dimensionar en la práctica la ética médica; algo que se resuelve en gran medida al ya disponer sus defensores, para los grandes dilemas, de la orientación doctrinal del Magisterio. En mi caso –y desde hace algunos años– reflexiono con frecuencia sobre este tema, que no puede ser materia de esta ponencia, y estoy en vías de proponer alguna modesta solución alternativa (1) . En cualquier caso, debe quedarnos claro que, aparte del modelo ontológico, no es suficiente con decir personalista y que es necesario un esfuerzo de clarificación semántica y conceptual en el seno de la dimensión personalista de la ética médica. Una aspiración sin la cual la posibilidad de acuerdos prácticos conceptualizados delante del enfermo se hace mucho más compleja. Pero no me es posible dedicar más minutos a esta materia.
4. La cuarta interrogante nos sitúa ante aquellos modelos éticos que, de forma real, operan en el campo de la Medicina práctica. A mi juicio, si honestamente deseamos penetrar –aunque sea de puntillas– en una dimensión integradora, debemos confrontar el modelo personalista con el utilitarismo, el neo-contractualismo, los dos modelos principialistas y el «discurso». Este puede ser hoy el horizonte que centre mi participación en esta Mesa . Y será a ello a lo que dedicaré los minutos que me restan.
4.1. El más formidable adversario de la bioética personalista en el mundo de la Etica Clínica es el utilitarismo, modelo de filosofia moral que ha venido a ser considerado como una especie de paradigma del consecuencialismo o proporcionalismo. Y ello por dos razones. La primera por su adherencia poderosa al acto médico. En realidad la Medicina ha sido siempre o, al menos, siempre ha tenido presente la dimensión utilitarista. Mucho antes de que Jeremy Bentham y Stuart Mill articularan los esbozos de esta forma de obrar, los médicos orientaban ya sus esfuerzos –sus pócimas, sus remedios, sus incipientes acciones quirúrgicas– a salvar la vida de los enfermos sobre todo y a remediar el dolor –si era posible– al menor coste humano. La resolución de los problemas clínicos representaba el triunfo del acto médico y tambien su ética, aunque, ciertamente, en un marco de creencias y saberes donde la persona, la naturaleza o las criaturas eran respetadas en la perspectiva del único agente moral reconocido –el médico–, y donde la physis constituía un cierto ideal normativo que orientaba al galeno.
En definitiva, que el acto médico para ser satisfactorio ha de ser útil; que significa ser el más seguro para la vida del enfermo, el más perfecto técnicamente, el más humano y, a lo mejor, incluso el más barato. En su modalidad asistencial es esencial prever el mayor bien, y elegir el proceder que más establemente resuelva la enfermedad y si es posible más complazca a la psicología y valores del enfermo, que es, a la postre, el que asume los riesgos. En suma, el acto médico siempre ha incorporado las consecuencias del proceder terapéutico en el elenco de utilidades y desventajas sobre las que incide su elección. Que es por eso una elección prudencial.
El problema con el utilitarismo no es, pues, las consecuencias del acto médico, sobre las que, bien o mal, cabría establecer amplios acuerdos, ni incluso la intención o buena voluntad del agente moral médico, al que le obsesiona la idea de atender a la resolución del daño o de la insuficiencia corporal con el menor coste humano posible –esa es su convicción– sino el coste moral de tal fin. La «ética de la responsabilidad» no se plantea el coste ético del medio a utilizar para alcanzar un determinado objetivo, pues para sus defensores cualquier medio es válido si permite o proporciona el bien o la utilidad deseada. Es aquí donde surge la incompatibilidad radical con el personalismo, que ancla sus fuentes de moralidad en una ética de bienes y que es un proceder normativo, deontológico, y que, por esta segunda razón, se ve obligado a rechazar cualquier solución técnica que, al modo de objetum, alcance en sí misma una finalidad –un finis operis diría Santo Tomás– cuyo significado moral esté en oposición radical a la dignidad de la persona, a su ordenamiento al bien integral del hombre.
La fuerza determinante de los resultados, de los logros –de la desaparición del dolor, por ejemplo, en el parto sin dolor, de la consecución del imposible hijo en la fertilización in vitro, del dominio de la fertilidad mediante la anticoncepción, y así sucesivamente…– son contemplados en nuestra cultura como conquistas intocables de la ciencia y como victorias del progreso humano sobre la contingencia y fragilidad de la naturaleza. En su versión economicista –determinada por el binomio coste/beneficio– los médicos del tercer milenio se verán enfrentados a los administradores sanitarios, y términos como «futilidad» y otros semejantes radicalizaran el creciente teleologismo del acto médico, en detrimento del objeto moral y serán visibles las limitaciones a la libertad de prescripción y su más genuino bien –la libertad de conciencia del médico– a la hora de seleccionar el mejor proceder terapéutico.La bioética personalista es una ética deontológica, normativa, de deberes y de bienes –también de virtudes– es decir, una ética que centra el núcleo de su bondad moral en la libertad del agente moral a la luz de la dignidad de la persona. Donde la libertad del médico o del enfermo al elegir o decidir una pauta terapéutica o estratégica no puede ni debe obviar la realidad del proceder que instrumenta a tal fin, la verdad y el significado moral del medio técnico -o de la estrategia- que le va a permitir asequibilizar el objetivo que se propone y las consecuencias a las que aspira. La corporeidad y su significado moral no prescribe, a mi juicio, el acto médico –la elección del médico– pero lo normativiza a través de determinados «bienes» particulares – básicos en el sentir de Finnis o de Germain Grisez– que son verdaderos fines inscritos en la condición de persona (1). El médico conserva su libertad de prescribir, pero la idea de «persona» le configura el bien que no debe perder de vista, y al que no debería obviar. En suma, cómo negar la responsabilidad médica ante el enfermo, quién duda de que en su intención ( o elección) deben estar presentes las consecuencias y la utilidad de su acción médica, aquella que va a proporcionar el mayor bien a su enfermo. Nadie. Donde nace la discrepancia es en el coste moral del acto o medio técnico exigible para complacer ciertas utilidades que se formulan hoy ordinariamente en la relación médico-enfermo, y básicamente en aquellos actos médicos que antes he denominado «acciones de utilidad y protección».
Desde este punto de vista la persona es un absoluto y debe ser respetada. El desacuerdo con el utilitarismo es grande y las concordancias en la práctica, en muchas materias, difíciles. Con todo, el mayor acuerdo puede centrarse en el acto asistencial y dentro de él, en la medida en que ambos aspiran a un común bien –la salud– es posible configurar acuerdos en campos amplios como la Cirugía y la Medicina Interna, hospitalaria y de Atención Primaria. Por otra parte, en su dimensión de Medicina Pública, las diferencias entre personalismo y utilitarismo se amplían, toda vez que el acto médico personalista es siempre un proceder en conciencia, donde cada persona en cuanto individuo de la especie humana es considerada «fin en sí mismo y nunca medio» (Kant), un criterio opuesto a la visión de justicia utilitarista, donde el mayor bien de muchos -al que se abocaría por acuerdo racional- supone siempre un menosprecio a ciertas minorías, que es propio también del utilitarismo. Los ejemplos a este respecto serían muchos y no podemos entrar en ello.
4.2. El gran debate de la Medicina doctrinal, la que busca no tanto resultados cuanto principios, valores o normas, sobre las que construir un modelo práctico de acción médica es el principialismo. Su análisis detenido merecería igualmente una ponencia específica, pues su fundamentación y universo doctrinal –y sobre todo su hermenéutica– supone un alternativo y novedoso cauce de reflexión moral en el mundo de la Medicina, substancialmente diverso del personalismo. Seré muy breve en su juicio. Respecto al principialismo de Belmont mi juicio no es favorable. Creo que descubre 3 ó 4 maravillosos principios éticos con los que, por su contradicción interna, no se llega a ninguna parte. Es el único modo así de satisfacer todos los intereses y la pluralidad ideológica que representa EEUU. El recurso a David Ross es sencillamente inadmisible. De hecho, ha representado en gran medida una abdicación de la conciencia médica, al ceder a la autonomía del enfermo en muchos casos la elección moral del acto médico. En la práctica los acuerdos más posibles con el personalismo de Belmont podrían situarse en los ambientes donde, por la gravedad de los enfermos, la urgencia de las decisiones y la complejidad de los diagnósticos y de los tratamientos, la elección y decisión del acto médico retorna a la beneficencia, a la sabiduría médica, como es el caso de la Medicina asistencial de enfermos graves o como es la atención en las Unidades de Vigilancia Intensiva.
4.3. Otra cosa es el principialismo jerarquizado, propuesto por Diego Gracia (2). Aquí la cosa cambia y el modelo de los principios adquiere una mayor solidez doctrinal. La coincidencia en el nivel 1 del esbozo moral de Gracia con el personalismo es indudable. Aunque de una ética formal se trata, en la práctica médica los principios de «no-maleficencia» y «justicia» –la defensa de la vida biológica y la igualdad en el trato asistencial– son fuertemente defendidos por el personalismo. Hay pues acuerdo e identidad formal respecto al primer escalón del modelo, que postula la mayor exigencia del bien común sobre el bien particular de la autonomía, en lo que el autor considera «ética de mínimos», porque obligan moralmente siempre y por tanto a todos. Respecto al nivel 2, la discrepancia es indudable y a nada conduce ocultarla. El principialismo jerarquizado distingue mal entre «beneficencia» y «autonomía», al entender que el médico eleva la exigencia doctrinal a «máximos» cuando pliega el interés de la beneficencia, entendida no como el bien que en conciencia el médico persigue –o el interés según la «persona», que sería normativo para un personalista– al bien del enfermo o a su interés según este lo concibe. La percepción en el médico de valores fuertes, percibidos como la «verdad», le incapacita logicamente, cuando hay desacuerdo, para este paso final.
En el modelo aparece justificado, razonable, ético, ceder si es necesario un criterio de conciencia por parte del médico al interés de la conciencia del paciente, en el marco de un modelo dialógico e intersubjetivo. Y esto hay muchas veces que es imposible. A mi juicio, la ética personalista y el modelo que comentamos poseen muchas áreas de coincidencia, especialmente ante los grandes dilemas de la Medicina –aborto, eutanasia, etc.– pero, en su realidad práctica, la ausencia de un factum normativo poderoso en la ética formal de bienes obstaculiza, en el segundo nivel del modelo, para el acuerdo. El modelo formal de bienes muestra un procedimiento que permite a un personalista operar desde él, construir desde él su opción ética –ciertamente- pero no respondiendo, en verdad, a la racionalidad ética pretendida por el modelo.
Este adjudica la condición de ética de «máximos» a la posibilidad de satisfacer–dar felicidad- los deseos del enfermo. Y esto que es tan hermoso y tan legítimo en tantas ocasiones, puede ser, y es de hecho, en otros momentos el principio del desacuerdo. Por lo tanto, no es solo su carácter poderosamente formal y escasamente normativo –a la mayor virtud del modelo, que se adapta así a la actual identidad de la ética y no deja, sin embargo, de posicionarse en el espíritu de las éticas de bienes– sino que es también el trasfondo que late en la relación entre beneficencia y autonomía lo que puede dificultar el acuerdo práctico, ese que estamos elaborando. Pues porque el personalismo distingue suficientemente acerca del hecho, bien recuperado por Newman (3), de que la conciencia personal, en último caso, prima en la relación interpersonal sobre la conciencia de otra persona u otras instancias de ley, lo cual significa que, en este caso, la conciencia del médico prima sobre la del paciente. El médico no es nunca espectador imparcial de sus decisiones clínicas, ni se da una formalización neutral de sus actos de forma que la objetividad de sus acciones no le repercutan.
Aunque pretenda creer que, al ejecutar un determinado acto médico a instancias de su paciente, la responsabilidad del mismo compite al enfermo, esto no se da y, en verdad, se convierte en corresponsable de la acción ejecutada. A mi juicio, el modelo personalista y el principialismo jerarquizado contienen muchas posibilidades de diálogo, de entendimiento abierto y constructivo, pero es importante el bagaje doctrinal previo de los interlocutores. Cuando esta suerte de homología está presente, el dialogo se abre de suyo al acuerdo ético racional y civilizado.
Casi hemos consumido nuestro tiempo. Respecto a la denominada «Ética del contrato» en su versión médica, el neo-contractualismo de Engelhardt y el modelo personalista son como mundos aparte. Mientras para este último es imposible prescindir de los contenidos, en la medida que la ética se orienta por bienes que son fines intrínsecos inscritos en la naturaleza creatural y racional del hombre; en la proposición de Engelhardt para poder llegar a acuerdos, en una sociedad tan plural como la que vivimos, es preciso despojar a la ética de todo contenido trascendente o mínimamente normativo. Todo se ha de resolver por acuerdo y contrato.
La ética en Engelhardt pasa a ser una mera estética –retórica– que permita substanciales acuerdos, sobre todo financieros. No debe haber modos de actuar buenos y malos, ni así debemos interpretar o juzgar las acciones médicas, porque esto impide el acuerdo. Es el coste moral del consenso que exigiría una sociedad civil éticamente plural y democrática. El consenso que buscamos, por este camino, como puede comprenderse, es imposible.Por fin voy a concluir este repaso brevísimo –a vuela pluma– de las éticas modernas, en su relación al personalismo, con el «discurso». Aunque en los últimos años me he mostrado crítico ante la ética del diálogo y lo sigo siendo en lo doctrinal (pues pienso que el discurso en el marco de la relación médico-enfermo es muy difícil, porque esta relación es, en la práctica, asimétrica y los valores enfrentados son de excesivo contenido doctrinal) la ética discursiva, en el supuesto de esa «situación ideal de diálogo» que postula Habermas, se posiciona, por la vía de los hechos consumados en la sociedad civil, como un instrumento válido en la expansión de los contenidos personalistas.
No es ciertamente el único camino para hacer valer ante la sociedad la necesidad del retorno a los valores personalistas, pero sí es uno de los más importantes; porque es cierto que el discurso, como método, no está ausente de un fuerte contenido moral. El diálogo, o el acuerdo racional, no fundamenta esencialmente las normas morales, pero como método supera ampliamente a su alternativa, la imposición de los juicios morales. El bien particular del conocimiento, que es previo a la libertad, sólo es alcanzable en la práctica a través de un diálogo confiado y franco, normativo en mi concepción personalista de la ética (1) El acto médico personalista no puede prescindir del discurso.
Doctrinalmente nos separa una gran distancia. Pero como método nos parece imprescindible, tanto para dotar de competencia a la contribución del enfermo a la decisión en las acciones médicas, como por representar un bien secular del paciente –el conocimiento de la enfermedad– sin el cual su libertad se hallaría comprometida y la validez de sus elecciones morales devendría en altamente cuestionable.En suma ¿consenso en la ética clínica? Muy difícil, escaso. Puntualmente y sólo con algunos modelos éticos. La bioética personalista es una ética exigente, de «máximos», en una sociedad que crecientemente se relativiza y que ha elevado la libertad y una constitutiva autonomía de la conciencia a nivel normativo.
Pero este es el ámbito real donde estamos. Otra perspectiva pecaría de utópica y descaminada, sobre todo de la realidad médica. Ahora bien, esto no significa que se haya de estar a la defensiva, ni que dejemos de estar presentes en el debate de la sociedad con pretensiones de generar coincidencias. En este largo camino hacia la captación, o recaptación, de lo verdaderamente moral, la bioética como ejercicio de virtudes y de diálogo con los colegas y los enfermos –el buen ejemplo y el testimonio oral– representa un excelente instrumento en la construcción de una sociedad más humana y más justa.
Con las personas el respeto máximo, ya a la rectitud de su proceso deliberativo ya a la rectitud, que siempre ha de presumirse, de sus acciones. Con los principios y los valores ideas claras y firmes y espíritu de diálogo, y siempre la aventura de querer saber más y de acercarnos, cada día, con mayor humildad, a lo verdaderamente cierto. Muchas gracias.
BIBLIOGRAFIA
1) Manuel de Santiago: «Una perspectiva acerca de los fundamentos de la bioética», pags. 71-80. Biblioteca básica Du Pont Pharma para el médico de Atención Primaria (1997).
2) Diego Gracia: » Procedimientos de decisión en Ética Clínica». Eudema Universidad (1991).3) J.H.Newman: «Carta al Duque de Norfolk». Rialp (l997)
(Publicado en CB 35, 4º 1998, PP. 504-511)