Clonación humana: ¿Un progreso sin ética?
Clonación
El pasado 21 de enero, la Cámara de los Lores del gobierno británico dio luz verde a la clonación de células humanas, con fines terapéuticos. José Antonio García-Prieto. El asunto no ha debido ser nada sencillo porque días antes de la votación, líderes religiosos de todo tipo –católicos, anglicanos, judíos, musulmanes, hindúes…- hicieron un llamamiento a la Cámara de los Lores y firmaron una declaración conjunta, mostrando su disconformidad con lo que estaba a punto de aprobarse. Al mismo tiempo, un editorial del 17 de enero en The Daily Telegraph, críticaba duramente al primer ministro británico, Blair, recriminándole su «actitud huidiza que, por cuatro veces, evitó reunirse con los firmantes de la declaración pública, a pesar de la incesante propaganda de su gabinete para aparecer como modelo de gobierno comprometido con una sociedad multicultural, multiétnica y multireligiosa». Al final, el gobierno pidió a los parlamentarios que votaran en conciencia. Algo serio andaba en juego cuando se apelaba expresamente a la libertad de conciencia en un foro político; ya se sabe que «cuando el río suena, agua lleva».
Después, a juzgar por algunos artículos de prensa, parece que el resultado de la votación hubiera hecho sonar la campana –como en las carreras de larga distancia, cuando sólo falta una vuelta-, para que otros gobiernos aprieten el paso y no lleguen los últimos a la meta.
¿Dónde está el problema ? Es necesario saber primero lo que sucede, a nivel científico, en la clonación humana, para hacer después una valoración serena, a nivel ético, racional, del problema: hace falta ver claro en el hecho (qué pasa en la clonación), para después ver claro en el juicio conforme a derecho (de darle, o no, la luz verde). Por razones de espacio, las consideraciones que siguen serán muy resumidas.
Veamos, pues, en qué consiste clonar: es tanto como producir seres vivos, genéticamente idénticos a la célula de origen. Un hecho biológico parecido, pero no igual, es la escisión de gemelos que ya se había conseguido hace años, en el campo zootécnico, de la experimentación animal. Incluso, desde 1993, se conocen experimentos de escisión gemelar de embriones humanos de muy pocas células. Pero al ciudadano de a pie sólo le ha empezado a sonar el término «clonación», desde hace cuatro años, cuando la revista Nature publicaba el nacimiento de la oveja Dolly.
Estábamos, en efecto, ante un hecho nuevo, por un doble motivo: en primer lugar porque no se trataba ya de una escisión gemelar, sino de una verdadera y propia clonación: es decir, de la reproducción asexuada (sin la previa unión sexual), y agámica (sin el encuentro de los dos gametos, como sucede después de la unión sexual, si tiene lugar la fecundación). Está dirigida a producir individuos (Dolly) biológicamente idénticos al individuo adulto (la «madre de Dolly»), del que se recibe todo el patrimonio genético nuclear. Es decir, Dolly procedía de una célula somática, ya diferenciada, de su madre, y no de dos gametos sexuales. Y ahí radicaba la segunda gran novedad: en el hecho de que, hasta entonces, esta verdadera y propia clonación se consideraba imposible, porque parecía que el ADN (el ácido desoxirribonucleico, que forma el patrimonio genético) de las células adultas ya diferenciadas, habría perdido su pluripotencia inicial para originar diversos tejidos, y dirigir el desarrollo de un nuevo individuo. Este hecho enseguida hizo pensar en la posibilidad de su aplicación al hombre. Sobre todo, se vió la posibilidad de utilizar la clonación, no con una finalidad reproductiva –originar nuevos seres genéticamente idénticos al donante-, sino terapéutica. Posibilidad ésta, enormemente tentadora porque aparte de beneficios económicos, permitirá producir -a partir de las llamadas «células madres» del embrión clónico- cultivos de células diferenciadas, con vistas a trasplantes. Tendrán la ventaja de evitar problemas de rechazo por tratarse de células con idéntico patrimonio genético al del sujeto donante, que será, a su vez, el futuro beneficiario del trasplante. Además, se espera conseguir también tratamiento de enfermedades para las que hoy día carecemos de recursos eficaces: Alzheimer, Parkinson, etc…
Casi desde el primer momento, la comunidad científica internacional –comenzando por los investigadores que produjeron a Dolly-, rechazó la clonación humana con fines reproductivos; se calificó de «ofensiva» y «repugnante» para la especie humana. Son muchos los argumentos que justifican estos calificativos, aunque ahora no es posible entrar en ellos. Vamos a ocuparnos, en cambio, de la clonación con fines terapéuticos, objeto del debate y de la reciente aprobación por el gobierno británico. Ahora, comenzará a entreverse el problema ético; pero antes hay que llegar al fondo del hecho biológico y de lo que implica ese cultivo de «células madre».
Para conseguir esas células diferenciadas con vistas a la regeneración de tejidos y de futuros trasplantes, es preciso manipular al embrión; esto ya se viene haciendo desde hace algunos años, no con embriones clónicos, sino con los sobrantes de fecundaciones in vitro. Se trata de una operación de auténtico «desguace» del embrión aunque, eso sí, de alta biotecnología y precisión científica. Tal vez la palabra «desguace» sea el término más preciso, con la diferencia de que no estamos aprovechando los materiales de un viejo barco o desbastando un trozo de madera, sino una vida humana incipiente. Porque en eso consiste la operación: al embrión de pocos días de vida (en la llamada fase de blastocito) se le separan las células de su masa interna (las «células madre»), para multiplicarlas y, en un segundo momento, guiar su desarrollo para formar diversos tejidos con fines terapéuticos. En pocas palabras: se sacrifica al embrión. Esta es la realidad biológica y el dato científico, es decir, la verdad cruda y dura.
Ahí reside el nudo de la cuestión y el problema ético. Hay que preguntarse: ¿valen más los fines terapéuticos por buenos que sean, conseguidos a expensas de esa vida incipiente, que esta misma vida que ha de inmolarse? O, para decirlo en términos clásicos: ¿el fin justifica los medios?. Por supuesto, un fin bueno, pero a cambio de algo malo como el sacrificio de vidas nacientes. Dicho así, sin velos ni maquillajes que oculten la verdad, suena un poco fuerte; y en el fondo esto es lo que llevó, en 1984, a un gran debate sobre la licitud ética de experimentar con embriones humanos. No se trataba entonces de la clonación, porque aún no se había planteado; pero sí estaba en juego la condición necesaria para sacar partido terapéutico a la clonación: es decir, la destrucción de vidas nacientes. Fue necesario entonces tranquilizar la conciencia de la opinión pública y, por supuesto, de no pocos investigadores, que deseaban seguir adelante en la carrera emprendida. Y la «solución final» fue dictaminar –no porque así lo dijeran los datos de la biología, sino porque así convenía para seguir adelante sin detener la investigación-, que hasta el día 14, desde el momento de la fecundación, no podía hablarse propiamente de embrión ni considerar aquel cúmulo de células, como una vida humana en desarrollo. Me estoy refiriendo -lo sabe cualquier iniciado en esta materia- al famoso informe Warnock, que también vio la luz -como Dolly- en el Reino Unido.
Este último punto está en la base de todo el problema. Por eso, su dimensión biológica y su valoración ética requieren una consideración más detenida, que será objeto de un próximo artículo. A fin de cuentas, es la cuestión neurálgica de todo el asunto: la protección jurídica del embrión humano, frente a prometeicos objetivos, resultado de su manipulación. Importa pues saber si la vida humana comienza o no en el momento mismo de la fecundación; y, según sea la respuesta, si es o no éticamente lícito, experimentar con el fruto de esa fecundación, por muy buenos fines que nos propongamos.
Vemos que están cayendo las barreras éticas protectoras, aunque se siguen dando pasos hacia adelante, sin haber resuelto bien el punto de partida. Es mucho lo que nos estamos jugando, y no sería bueno que nos sucediera aquello que cuentan del nuevo presidente de cierto país. En el discurso de toma de posesión, dijo con tono dramático: «este país se encuentra al borde del abismo..» Y meses más tarde, en otro discurso sentenció: «hemos dado un gran paso hacia adelante, y seguiremos en la misma dirección». Sin ironías ni alarmismos que no son del caso, sino con un discurso racional y sereno –para seguir viendo claro en el hecho y después en el derecho-, concluyamos que un progreso sin rigurosa orientación ética llevará por fuerza a dar pasos en falso, contrarios a la dignidad humana, aunque sean pasos al frente.
CLONACIÓN HUMANA: ¿UN PROGRESO SIN ÉTICA? (y II )
Toda persona, tarde o temprano, ha de poner en juego su conciencia y su responsabilidad moral, especialmente ante los retos decisivos de nuestro tiempo. A este propósito cuenta Ratzinger un suceso protagonizado por el premio Nobel, Sajarov, en 1955. Había intervenido en importantes experimentos termonucleares, pero las sucesivas pruebas militares costaron la vida a un soldado y a una niña de dos años. Invitado a un banquete de celebración, Sajarov se permitió un brindis en el que manifestaba su esperanza de que las armas rusas nunca más explotaran sobre ciudades. Un alto oficial, director del programa, le replicó que esa cuestión no le competía, porque los científicos debían limitarse a perfeccionar las armas, y no a enjuiciar cómo debían emplearse. A lo que el premio Nobel repuso: «ningún hombre puede rechazar su parte de responsabilidad en aquellos asuntos de los que depende la existencia de la humanidad». Esto vale también para el tema de la clonación humana que ahora tratamos.
Aunque la clonación presenta aspectos propios, en el centro del problema están -como decíamos en el artículo precedente- los experimentos sobre embriones. Y que, por tanto, el punto clave residía en determinar si se puede o no hablar de vida humana -susceptible, en caso afirmativo, de protección jurídica-, en los primeros 14 días de vida del embrión. Este tema se debatió en 1984 por el Comité Warnock, nombrado por el gobierno británico. En el dictamen final –conocido como informe Warnock-, se sentenció (así: se «sentenció») que el comienzo de la vida humana no tenía lugar hasta el día 14, a partir de la fecundación. Para ello, hubo que inventar el término «pre-embrión» –no aún «individuo humano»- dando así vía libre a la experimentación. Posteriormente, en 1990, las Cámaras inglesas lo transformaron en ley. Sin embargo, todo esto se hizo arrinconando valoraciones éticas y, además, marginando datos biológicos que hablan en favor de que existe una vida humana desde el momento mismo de la fecundación. Como prueba de ello, basten algunos testimonios, tanto biológicos como de los propios científicos.
En primer lugar, varios miembros del propio Comité Warnock, reconocieron más tarde este hecho. Así, la embrióloga A. MacLaren, admitió honestamente que fue ella precisamente quien introdujo el término «pre-embrión», y que lo hizo por influjo de «cierta presión ajena a la comunidad científica»; y sabiendo, como reconoció D. Davies, miembro también del mismo Comité, que estaba «manipulando las palabras para polarizar una discusión ética» (D. Davies, Embryo research: Nature 320 (1986) 208). Huelga todo comentario. Pero el resultado final de ese subterfugio, fue el reconocimiento legal en no pocos países de la experimentación sobre embriones. Así se escribe la historia.., y es lo mismo que ahora desean hacer algunos a propósito de la clonación con fines terapéuticos: quieren que la historia se repita.
Pero sigamos con otros testimonios. Una voz importante en esta materia es el francés J. Testart, nada sospechoso de mogigatería a la hora de experimentos biomédicos, pues trabajó en el equipo que en 1982 hizo posible el nacimiento de Amandine, primer «bebé-probeta» de Francia. Testart, que tiempo después dejaría esos caminos, afirma en su libro «Los caprichosos catorce días del pre-embrión», que los embriólogos británicos responsables del informe Warnock «se vieron obligados a hacerlo para justificar un punto de vista extra-científico que les convenía: el Comité ético del Departamento de Sanidad y Educación norteamericano, sin referencia alguna a consideraciones biológicas, había decretado que se necesitaba un intervalo de catorce días tras la fecundación sin que el producto de la concepción adquiera status moral alguno». Por desgracia, la suerte para el embrión estaba echada…
En línea parecida a la de Testart, se expresan muchos otros científicos. El que fue mi profesor en la Facultad de Medicina de Madrid, Botella Llusiá, refiriéndose al embrión recién fecundado, escribe: «hay una cosa que como biólogo u objetivamente, por mi propio conocimiento, sí que puedo afirmar: …desde el momento mismo de la fusión de los gametos es ya una vida humana. No sólo podemos ver bajo el microscopio (…) unirse el espermio con el ovocito, sino que hoy día conocemos el genoma de cada uno de ellos y sabemos que, fundiendo sus moléculas de DNA, dan lugar a un nuevo ser, el embrión, cuyo genoma a su vez es propio, y diferente del padre y de la madre. Allí ha nacido, hoy ya la hemos visto nacer bajo nuestra vista, una nueva vida. (…) Y esta certeza biológica –que no antropológica, ni teológica- me permite a mí, y a los que me quieran seguir, condenar el aborto en cualquier momento que tenga lugar y sin limitación de tiempo. Y además es un argumento que sirve lo mismo a creyentes que a agnósticos». La razón científica desmiente, pues, el subterfugio del «pre-embrión».
El código genético que hemos sido cada uno de nosotros cuando sólo éramos una célula, y que se encuentra encerrado en el ADN de los cromosomas, lo compara Lejeune a una minicasete en la que hay escrita una sinfonía: la de la vida. Sobre los pequeñísimos minicasetes que son nuestros cromosomas están escritas diversas partituras de la obra que es nuestra sinfonía humana. Y una vez reunida la información necesaria para expresar toda la sinfonía (lo que sucede en el momento de la fusión de los gametos), «la sinfonía suena sola, es decir, un hombre nuevo comienza su carrera». Este lenguaje gráfico ayuda a que la verdad, que no tiene vuelta de hoja, sea más verosímil: es decir, que no sólo sea verdad , sino que también lo parezca.
A pesar de todo, algunos poderes políticos parecen empeñados en proseguir en la línea del gobierno británico. Por citar un ejemplo, Francia se ha propuesto recientemente modificar su legislación sobre bioética: se les queda pequeña para una libertad de investigación mal entendida. Se trata de justificar el uso de los embriones sobrantes de fecundaciones in vitro, para fines terapéuticos; y, como todo argumento, el primer ministro L. Jospin, se preguntaba: «¿Razones basadas en principios filosóficos, espirituales o religiosos deberían llevarnos a privar a la sociedad y a los enfermos de la posibilidad de avances terapéuticos?». La contestación debería ser: pues claro que sí; porque no se trata sólo de esas razones –que no deben quedar al margen-, sino porque también, y al mismo tiempo, esas razones están firmemente sustentadas en hechos biológicos, en análisis científicos, en pruebas experimentales. Y si hubiera que contestar con una respuesta menos académica y más contundente, habría que decir que cuando la eficiencia y los fines prácticos desplazan a los principios éticos, el final tiene un nombre: Auschwitz. Y es que con la verdad de los principios no se juega.
Los testimonios de científicos y los hechos biológicos expuestos, bastan para probar que, gracias a Dios, los Sajarov siguen vivos; y que no están dispuestos a doblegarse bajo el peso del poder económico o político, ni los de cierta investigación biomédica que, bajo capa de progreso, parece decidida a seguir dando pasos en falso.
Muchas cuestiones –de ciencia y de conciencia, es decir, de ética- quedan en el tintero. Y esto, sin haber dicho nada de una investigación que puede, y sin duda conducirá, a resultados óptimos en el campo biomédico y en sus aplicaciones prácticas: los experimentos con células madres procedentes de adultos. Tienen incluso ventajas sobre la clonación, tanto desde el punto de vista científico, como ético. El pasado año, esas células madres de adultos se han cultivado en el laboratorio en suficiente cantidad; y han mostrado su poder de transformación en diversos tejidos. Además, se trata de un progreso que no lesiona los valores éticos. Sin duda se está en la línea del mandato divino «dominad la tierra», pero bien entendido. Por lo mismo, no dejará de producir frutos abundantes sin perjuicio de los valores éticos, es decir sin el sacrificio de vidas humanas.
José Antonio García-Prieto Segura. Sacerdote. Médico. Doctor en Filosofía