Bases ético-antropológicas de la legislación alemana sobre el embrión
El Dr. Urbano Ferrer nos ofrece un tour por sobre la experiencia de la legislación alemana sobre el embrión humano y su relación con la vida.
Dr. Urbano Ferrer
1. Marco jurídico alemán
Un hito en la legislación alemana sobre la protección del embrión lo representa la Ley aprobada por el Parlamento Federal el 13 de Diciembre de 1990. En relación con la fecundación artificial, se destaca en ella la prohibición de fecundar más óvulos de los que pueden ser transferidos a una mujer en el curso de un ciclo, imponiendo así restricciones al uso de la FIVET. Y en relación con la experimentación genética, se penaliza la producción extracorporal de embriones para el fomento de la investigación con ellos, así como cualquier forma de clonación, ya sea procedente de un feto, una persona nacida o un cadáver. La definición de embrión en el parágrafo 8 de la Ley es lo bastante precisa: se entiende por tal el óvulo humano ya fecundado, y capaz de desarrollo, desde el momento de la unión de células, y también toda célula totipotente tomada de un embrión que pueda dividirse y desarrollarse en un individuo en las condiciones requeridas.
Contrastan estos artículos con la legislación del Reino Unido de 1990, que al amparo del Informe Warnock de 1984 y del Informe Donaldson, favorable a la clonación, niega al embrión la condición de sujeto de derechos y no pone reparos a la producción de embriones para experimentar. En términos generales, el modelo jurídico alemán ocupa a este respecto un lugar intermedio entre el anglosajón —en el que se inspira el GEE (Groupe d´Éthique d´Europa)— y el iberoamericano, que defiende abiertamente el carácter personal del embrión desde la concepción (Sentencia de la Corte Suprema de Justicia de San José, Costa Rica, Noviembre del 2000).
La legislación alemana en su conjunto se entiende históricamente al contraluz de la experiencia habida con las leyes eugenésicas del III Reich. Así, la Declaración del consentimiento informado incluida en el Código de Investigación de Nüremberg de 1947 surge frente a los crímenes del Instituto de Frankfurt para la Higiene racial. Y la Ley fundamental de 1949 proclama el principio de subsidiariedad del Estado de derecho y garantiza la protección de los derechos fundamentales.Más recientemente el discurso en Berlín del actual Presidente Federal Johannes Rau del 18 de Mayo del 2001 corrobora que “en nuestro país no está permitido experimentar con embriones: así lo decidieron los diputados del Bundestag en 1990 desde posiciones muy diferentes; establecieron que a efectos de protección legal la vida humana comienza con la fecundación del óvulo” (Párrafo VIII).
Es un discurso que se centra en el baremo ético que ha de presidir los avances biotecnológicos. Extraigo de él algunos textos especialmente significativos.“Las respuestas a la pregunta ‘¿qué es bueno para el ser humano?’ no nos las proporcionan ni la naturaleza ni nuestras posibilidades tecnológicas. Sólo podemos hallarlas formulando y respetando principios éticos para nuestra vida como personas y para la convivencia con los demás. Formular principios éticos implica ponerse de acuerdo sobre medidas y límites” (P. III).
“Es obvio que no hace falta ser cristiano creyente para saber y percibir que determinadas posibilidades y proyectos de la biotecnología y la ingeniería genética contravienen los valores fundamentales de la vida humana… Nadie cuestiona expresamente estos valores. Pero tampoco podemos permitirnos el renunciar inconscientemente o tácitamente a convicciones éticas o declararlas asunto privado” (P. IV).
“Lo que es éticamente insostenible no puede admitirse por el hecho de augurar provecho económico. Los argumentos económicos no cuentan cuando se ve afectada la dignidad humana” (P. VI).
Y a propósito de la fecundación artificial: “No podemos confundir los deseos y anhelos, por comprensibles que sean, con derechos. No existe un derecho a tener hijos. Lo que sí existe es el derecho de los hijos a la ayuda de los padres, y sobre todo el derecho de venir al mundo y de ser amados por su propia razón de ser, por sí mismos” (P. X). Son párrafos que de algún modo se hacen eco de la legislación alemana vigente, la cual admite en el artículo 1º de la Ley Fundamental de su Constitución que la dignidad humana es intangible (unantastbare). A continuación, el artículo 2º reconoce los derechos de todo hombre a la vida y a la salud, como expresiones de esa dignidad. Aunque no se mencione expresamente al embrión, se lo incluye implícitamente, al hacer depender estos derechos del viviente de la pertenencia a la especie humana, y no de una característica adicional. Y, por tanto, en la medida en que la ciencia ha mostrado la individuación del hombre desde el momento de la fecundación del óvulo, cualquier manipulación genética de su individualidad (y por supuesto su destrucción) infringe una exigencia ética sancionada por la Ley Fundamental. No hay ninguna diferencia de principio jurídicamente relevante entre embrión y ser humano nacido.
Sin embargo, quedan vacíos legislativos: se ha podido decir que “la protección del embrión por los Derechos fundamentales no es por sí sola todavía apropiada para suministrar la base para un enjuiciamiento jurídico de los nuevos procedimientos de la medicina. Pues los Derechos fundamentales protegen sólo de intervenciones, es decir, de acciones lesivas que presenten una cualidad determinada para la que se aducen criterios dogmáticos. Mientras que la lesión de la vida y con ello la intervención son muy fácilmente reconocibles en el Artículo 1 de la Ley Fundamental (2 Abs. 2 Satz), la determinación y localización de la intervención representa, en cambio, en el Artículo 1 (1 Abs.) uno de los grandes problemas de interpretación de la dogmática de los Derechos fundamentales”. Los nuevos avances en la Biotecnología no hacen sino urgir la definición de esos criterios éticojurídicos determinativos, cuya ausencia se acusa en la legislación actual.
Otra implicación jurídica prometedora de la dignidad del embrión ha sido la prohibición de la creación de embriones, y su subsiguiente destrucción, con fines biotecnológicos, que se ha anunciado para el programa marco investigador de la Unión Europea (2002-2006) por el comisario de Investigación Philippe Busquin. Los únicos países de la Comunidad que actualmente permiten las investigaciones con células madres embrionarias son Gran Bretaña y Suecia, en colisión con las disposiciones generales.
Según la previsiones de la citada Comisión, las células madres sólo podrían obtenerse del cordón umbilical o de la placenta, donde no se manipulan los embriones.¿Cuáles son las bases ético-antropológicas de la anterior normativa constitucional? Desarrollaré en los siguientes apartados las siguientes consideraciones sobre el viviente humano desvalido: a) en tanto que autofinalizado como individuo y como perteneciente a una especie, b) en tanto que provisto de una libertad personal en ciernes, no ejercida plenamente pero manifiesta en sus rasgos corporales, y c) en tanto que encomendado a los adultos como un deber-ser, objeto de responsabilidad. Con ello disponemos de un esbozo ético y antropológico para orientarnos en el marco de la experimentación genética. Me basaré preferentemente en la obra de Hans Jonas, ya que son cuestiones de las que se ha ocupado ampliamente en distintos contextos.
De él procede uno de los principios éticos que se siguen de la dignidad humana, según el cual no es lícito convertir a los seres humanos en cosas pasivas a las que no concierne el fin experimental al que se las somete (a diferencia de cuando se comportan como medios activos, identificados con una causa por la que responsablemente se arriesgan). Invocar el bien público para la experimentación supondría pasar por alto que éste sólo alcanza a aquellos bienes personales que son separables, como la prestación o la propiedad externa, pero no a la privacidad, de la que forma parte el cuerpo. “Ni el Estado ni el prójimo necesitado tienen derecho a uno de mis riñones… Esto es lo más privado de lo privado, la esfera propia no comunal, inalienable”.
Cualquier contrato social tiene aquí su límite. La cesión de órganos o la aportación del propio cuerpo para el progreso científico no han de ser planteadas en términos de derechos, sino que han de partir de la aceptación voluntaria informada. Al no depender estas prestaciones de la planificación social y política, sino brotar libremente de las personas, la sociedad está en deuda hacia quienes han contribuido con sus donaciones orgánicas al avance en los medios terapéuticos. No son, por tanto, los sectores sociales más deprimidos ni tampoco aquéllos que éticamente exigen una compensación, sino justamente los que no esperan beneficio ni contraprestación, los que están en situación de poder contribuir al progreso biotecnológico. Es la única forma de evitar el dominio unilateral de los expertos sobre los menos favorecidos.
Examinaremos a continuación las tres bases antropológicas de la identidad del viviente antes mencionadas, en las que se funda el respeto incondicional que se le debe desde el momento de su concepción, y de algún modo ya antes de la concepción si es que la fecundación no natural está expuesta a objeciones éticas.
2. Identidad y finalidad del organismo
Para Hans Jonas la consideración del organismo como una unidad está en estrecha conexión con la finalidad que se advierte en sus manifestaciones orgánicas. No bastaría, por tanto, con encontrar una sucesión temporal continua en las distintas fases de su desarrollo para establecer su individualidad característica; si sólo atendiéramos a ello, al margen de todo propósito interno, lo que tendríamos sería un cierto remedo ontogenético del darwinismo filogenético, según el cual las variaciones internas y el mecanismo selectivo del entorno determinan en términos mecanicistas el proceso evolutivo. Pero, en relación con la finalidad, el problema es en qué sentido hay que atribuírsela al organismo.
Cuando nos enfrentamos con la identidad de un ser inerte es fácil encontrarla, a un nivel molecular, en cada una de sus partes homogéneas con él, y, a un nivel atómico, en los sustratos químicos de cuya combinación resulta; en ambos casos el compuesto inorgánico procede por adición de partes y es siempre posible reconducirlo a ellas, ya sean de su misma composición molecular, ya se trate de los elementos últimos del sistema de Mendeleiev. Y, a su vez, dado que cada elemento está provisto de una valencia, la identidad del cuerpo se expresa con una ley numérica. En cambio, si estamos ante un organismo, su identidad no es un observable —por más que sean observables sus partes— ni tampoco se lo puede medir por relación a otros vivientes, al modo como el óxido carbónico consta de dos átomos de oxígeno por cada uno de carbono. Desde las partes no llegamos a recomponer el todo, y carecemos de una fórmula matemática que se ajuste a su comportamiento unitario. La identidad biológica no es, pues, la identidad física.
Contamos, ciertamente, con algunas propiedades por las que identificar al viviente, como la autorregulación, la adaptación creativa al medio, la impresionabilidad de sus órganos, el crecimiento orgánico limitado o la regeneración (mediante las cuales L. von Bertalanffy define lo que llama sistemas abiertos), pero ninguna de ellas lo identifica constitutivamente, sino que más bien son notas derivadas. Propiamente la identidad no apunta a alguna nota reconstruible, sino a lo que desde el comienzo —cuando todavía no ha desplegado sus propiedades— lo sitúa o identifica. En este punto se hace necesario recurrir a la finalidad anticipadora, en tanto que atraviesa espacial y temporalmente al viviente compuesto. En un sentido análogo, tampoco cuando nos referimos a la intención humana tenemos a la vista la serie de los momentos temporales de la acción ejecutada o su disposición espacial ordenada; más bien, la intención es lo que da unidad a la acción y permite interpretarla a través de los movimientos psíquicos y físicos en que se atestigua.Pero el fin orgánico no es adjudicado desde fuera al organismo, como si fuera un mero medio de identificación externa e interpretativa, sino que consiste en la seña más neta de identidad para el ser vivo.
Esta diferencia se pone de relieve si comparamos la asignación convencional de unos límites, por ejemplo al regular un termostato o al fijar el blanco para un mortero, en que el fin es el estado terminal en que el hombre detiene el mecanismo del aparato, de por sí imparable, con la actividad en la que el ser vivo ejerce y plasma su identidad. Mientras la primera es una identificación delimitada por el hombre por relación a un entorno, la segunda es una identidad autocentrada, procedente de un sí mismo y que, por ello, sólo puede manifestarse como actividad: el viviente dirige en concurso con el entorno su actividad constitutiva. Lo esencial e invariable en el ser vivo es la forma estructural que lo penetra en sí mismo, en tanto que los materiales con los que a cada momento se renueva son lo transitorio y accidental; por el contrario, en los cuerpos inertes lo permanente son los materiales, en tanto que las configuraciones variables, logradas por composición y aleación, son lo accidental.
Encontramos, así, en el viviente no una identidad tautológica y vacía, que sólo externamente se diferencia de sí misma, por su posición espaciotemporal en una trayectoria, como es el caso de las partículas, sino una identidad que ha de rehacerse de continuo autoafirmándose en el tiempo y que de este modo ejerce como fin para su sujeto. Y la actividad inmanente correspondiente, consistente en la reposición necesaria del ser vivo, sólo es posible en un ser que es un sí mismo, como lugar de sutura entre el punto de partida y el término de la actividad vital. A su vez, esta ipseidad del organismo hace posible que se relacione con el mundo como lo otro que él y se produzca así un intercambio, que es asimilación orgánica de la materia externa. Esta capacidad de relación inherente al ser vivo entronca con la finalidad interna que lo caracteriza.En efecto, la finalidad añade a la identidad viviente la apertura de un horizonte espacial y temporal, que se dirige a lo que está fuera y al futuro respectivamente. Es, así, una identidad que, en vez de estar determinada por fuerzas físicas, se hace patente en una dinámica de realización, no prescrita desde el pasado y que incorpora tanto lo que está separado de él, en el espacio, como lo que está por ser, en el tiempo. De este modo, los órganos se entienden como órganos vivos desde la función a la que están adscritos. Como dice Hans Jonas: “Los ojos tienen en su composición física una relación con la vista, los oídos con el oír, y los órganos en general con su actividad propia, y, todavía más en general, los organismos con la vida. Esto no es un mero aspecto adicional suyo, o algo que se deje a la elección de la interpretación: es su propia naturaleza teleológica”.
A través de la finalidad la identidad alcanza en el ser vivo una inteligibilidad interna, dada en las tendencias propias, y no necesita ser reconstruida a partir de mecanismos generadores. No sucede aquí que lo menos inteligible en sí mismo, como es el principio de inercia en Mecánica o el punto en Geometría, sea el elemento último que aporta la cognoscibilidad a lo más complejo. Y tampoco es preciso operacionalizar el movimiento vital para hacerlo inteligible, como ocurre en las partículas —en que el movimiento se debe a las fuerzas externas que actúan sobre ellas sacándolas de su indefinición inerte—, en la medida en que, como seres vivos, contamos con una experiencia inmediata del moverse uno por sí mismo. En un cierto sentido, si se la entiende como una progresiva emancipación de las condiciones materiales ya dadas, la libertad es indiscernible de la identidad del ser vivo.
Una mayor individualidad activa del viviente en sí mismo va pareja con una mayor diferenciación del medio. Con la vida animal aparecen la percepción, el apetito y la motilidad, que son otros tantos modos de establecer la mediatez en la relación con lo otro. Así, la percepción introduce la distancia en el espacio, el apetito se sitúa a distancia de su término y el movimiento prolonga el horizonte de estas distancias en beneficio del viviente. Ahora bien, las mediaciones así obtenidas son a la vez acciones en las que se muestra la vida como finalizada. De este modo, el apetito es dirección intencional a un fin, el movimiento es aproximación a un término, y la percepción es actividad que reposa sobre el objeto percibido y se abre a su posterior tematización como telos que la orienta (según advirtió Husserl). Por su parte, la percepción se diferencia en el hombre de las otras actividades finalizadas en que su objeto es simultáneo con ella, incoándose desde ahí, por tanto, no una nueva actividad, sino una mayor explicitación del objeto de acuerdo con los diferentes ángulos de mira. La unidad del objeto percibido no lo es, en efecto, por continuidad o secuencia de fases —a diferencia de los conjuntos auditivos y táctiles—, sino por anticipación finalista, en la medida en que no cabe atender a un aspecto visual sin referirlo al objeto o al conjunto del cual es aspecto parcial.
3. Identidad y finalidad en la especie
Pero no es posible atribuir la identidad a un organismo sin adscribirlo a una u otra especie, tal que lo predetermina y especializa en sus funciones. Lo cual nos sitúa ante los problemas de la identidad de la especie y de la finalidad en los comportamientos específicos. Son supuestos que han sido cuestionados desde la teoría biológica de la evolución de las especies.
Para el darwinismo mecanicista en lugar de especies prefijadas y de adaptaciones internas sólo hay resultados de los mecanismos de selección natural, la cual se sucede ante el reto de la naturaleza exterior, limitada en recursos, y termina en la supervivencia de los individuos más aptos. Lo que son desviaciones, acaba produciendo las formas más evolucionadas. El término “teleonomía”, introducido por Pittendrigh en 1958, es integrado dentro del conjunto explicativo-causal, sin que se plantee la pregunta teleológica acerca de por qué debían sobrevivir ciertos individuos y sus especies. A la causalidad lineal sustituye el modelo sistémico de una cadena de conexiones causales, que avanza dando los giros y rodeos precisos. Al fin, el abandono de las causas finales por la Ciencia natural desembocó en un dejar de lado también las causas eficientes. Pues si las primeras no son objeto de una observación objetiva neutral, tampoco lo pueden ser estrictamente las segundas, ya que la fijación de los antecedentes causales y de los efectos depende de un aislamiento previo, operado por el hombre dentro de la trama total de los acaeceres. De aquí que, para eliminar toda sospecha de antropomorfismo, la Ciencia acabe adoptando un nuevo lenguaje legalista, sin rastro de causalidad.
Sin entrar a examinar la diferencia entre las lecturas esencialista y genealogista que se han dado sobre el estatuto de las especies vivientes, sí importa destacar que, al igual que veíamos a propósito del individuo, la identidad de la especie no es tampoco reconstruible a partir de notas observables, sino que únicamente es inducida de ellas por la constancia en su acoplamiento empírico; pero esto introduce un elemento de contingencia en el criterio de identificación, ya que no se excluye a priori que puedan aparecer nuevas combinaciones en la serie de notas que actualmente coexisten. Es un reconocimiento fenotípico de la identidad de la especie, que no viene sustentado por ninguna necesidad lógica. El criterio más inmediato y fiable de identidad para una especie es sin duda su aislamiento reproductivo, pero sin que con ello alcancemos el núcleo esencial del que derivaran el resto de sus propiedades, sino sólo un índice empírico de que no estamos ante un individuo recluido en su caracterización singular. La unidad irreductible, no composicional, que advertíamos en los individuos vivos volvemos a encontrarla, pues, en sus especies, a las que no cabe encerrar en una definición y que señalan el límite a sus variaciones fenotípicas. Pero mientras en los individuos vivos la finalidad se hace notoria en las operaciones distintas del centro originario que son ellos mismos, para las especies no cabe encontrar una actividad finalizada porque carecen de un centro específico.
Sólo queda que la realización de su especie sea un fin para los individuos comprendidos bajo ella. Cada individuo sigue, en efecto, el patrón específico correspondiente, no sólo como principio constitutivo que lo define, sino también a modo de fin que tendencialmente configura, como un máximo, sus comportamientos. De este modo, la especie no es el promedio estadístico de los rasgos externos medibles en sus miembros, sino lo normal en ellos, en el sentido etimológico normativo del término (de normare, medir), del cual se apartan como deficientes los casos a-normales. Se ha pretendido escapar a esta unidad finalista de la especie sustituyéndola por los conceptos de azar, necesidad, leyes físicas…, tal como los ha empleado J. Monod, todos los cuales cuelgan del soporte amorfo de la materia. Sólo que la materia es tan inobservable como la causa final, pero con la diferencia de que para la segunda existe una verificación tendencial que la hace inteligible, mientras que la opacidad de la primera no puede descifrarse si no es antropomórficamente, acudiendo circularmente a conceptos penetrados de teleología, como la resistencia o las fuerzas de atracción y repulsión; y si se vacía a estos conceptos de finalidad, como es el caso de Monod, se convierten en pleonasmos, que dejan de ser inteligibles, disfrazando con ello la ignorancia de las leyes materiales que habrían originado la aparición de las especies vivientes. Así, una vez que se ha desterrado la finalidad, reaparece por la puerta trasera y de un modo antropomórfico en la explicación física de la materia. La especie como fin no designa desde luego el estado final de madurez alcanzado individualmente, sino que marca una dirección de desarrollo que no siempre llega a su término en los individuos correspondientes.
Decir que un bisonte es ciego, es restringir las realizaciones biológicas que están incluidas en su horizonte específico, no tanto por el órgano en sí que le falta cuanto por las funciones —finalizadas— que sin la vista no puede cumplir; sería mejor bisonte si capturara rápidamente la presa y previera el ataque, aunque empleara para ello otro dispositivo que los ojos. Esta dirección específica delimita el campo de las posibilidades en que se desenvuelve la actuación natural del viviente singular, único que es sujeto. La especie cumple, así, un papel potencial en relación con el sujeto individual que actúa. Pero la relación entre la potencia y el acto presenta nuevas implicaciones cuando es trasladada al organismo humano, como veremos seguidamente. Con ello nos centramos en el aspecto más específico del tema de esta contribución.
4. Naturaleza y persona en el organismo humano
La composición entre posibilidades específicas y su actualización singular se presenta de un modo peculiar en el individuo humano. Pues en este caso el marco de las posibilidades específicas es la naturaleza humana, y el centro de los actos singulares es la persona. A diferencia de la naturaleza animal, la naturaleza en el hombre no está encaminada a fines determinados y unívocos, sino que abre un margen de indeterminación en los fines a que tiende. Y a diferencia del organismo animal, la persona puede recogerse en sí misma, vivirse como dueña de sus actos. Pero no se trata —con la naturaleza y la persona— de componentes que puedan aislarse, como se advierte por el hecho de que la naturaleza humana sólo puede resolver su indeterminación contando con el sujeto singular que actúa, así como, por el lado complementario, esta inseparabilidad se muestra en que la persona encuentra en su identidad un ser ya dado —identificable desde fuera de ella—, y en tanto que tal provisto de unos límites naturales.
La relación entre naturaleza humana y persona no es simplemente la que existe entre la especie determinada y el individuo que la realiza, sino que guardan entre sí una vinculación real de otro orden que la pareja lógica especie-individuo. En efecto, por una parte, la naturaleza corporal del hombre se va personalizando en su desarrollo a partir de un ser que es ya persona: las manos no están incrustadas funcionalmente en el organismo; el rostro expresa las vivencias y actitudes personales, y no sólo las notifica exteriormente; su posición erguida le posibilita divisar un horizonte indefinido, más allá de lo que entra en el campo perceptivo visual; las neuronas no quedan integradas por su función en el cerebro, sino que, como resultado del influjo sináptico sobre ellas de las otras neuronas, aparecen inhibidas o destotalizadas en el conjunto del cerebro… Es, pues, una naturaleza impregnada, ya desde el inicio, de la libertad de su sujeto personal. Y por la otra parte, la persona que es consciente de serlo se revela como siendo más que la conciencia que de sí misma adquiere. La persona es ya cuando se vuelve consciente.
Correlativamente, la persona no deja de serlo cuando está inconsciente, como en el sueño profundo. Incluso al nivel de la conciencia se patentiza esta no transparencia de la persona para sí misma a través del recuerdo, en que ha de objetivar vivencias pasadas de un modo inerte para poder recuperarlas, por contraste con aquellos momentos temporales en que la conciencia personal asiste a su fluir. Por tanto, si la naturaleza es límite y receptáculo para la conciencia personal, sucede asimismo que la persona sólo comparece ante sí misma dentro de los márgenes de su ser natural.Pero de aquí resulta que, por contraposición con el organismo animal, el organismo humano no se capta adecuadamente desde la noción de finalidad, ya que la liberación sucesiva de las funciones orgánicas por la persona es hiperteleológica. El ofrecer y el aceptar son las nuevas categorías adecuadas a un ser viviente personal, que no está definido por unas funciones ejercidas ni por unos fines incoados.
Ciertamente, las cualidades físicas o morales que apreciamos en alguien encubren de algún modo la irreductibilidad a ellas del ser personal que es su portador. Por esto, es a propósito de los deficientes mentales como se advierte mejor que las categorías personales del otorgar y el asentir no están condicionadas ni por un tener previo en el donante ni por una ordenación finalista en el receptor. Oportunamente señala Spaemann: “Lo que se hace visible de un modo ejemplar en el trato con los que no tienen en absoluto cualidades útiles o agradables, es que en la comunidad de acogida de la humanidad se ventila el reconocimiento del ser idéntico, y no sólo la apreciación real de esas cualidades. Ellos (los minusválidos) hacen salir (herausfordern) lo mejor del hombre, el fundamento propio del respeto a sí mismo. Lo que de este modo dan a la humanidad, al ser aceptados, es más de lo que ellos reciben”. La novedad que adviene al universo con cada persona es incompatible con que el comportamiento exigido por ella pudiera derivarse de algún juego de suma cero (tener-perder) —o incluso de suma positiva— o de alguna tendencialidad prefigurada en la persona.
Sólo la respuesta de acogida dada a la propia prestación por otro ser también personal da curso efectivo a la relación interpersonal. La novedad de la persona comporta la conciencia de la negatividad, que no puede ser absorbida funcionalmente ni en un conjunto orgánico individual ni en el proceso evolutivo de la transformación de las especies: así, el dolor es siempre, y en tanto que lo vivencio, aquello con lo que no me identifico, cualquiera que sea su rendimiento biológico en el organismo, o bien lo otro no es lo que orgánicamente asimilo, como ocurre en los niveles inferiores, sino lo que de-limita a la persona como un yo entre otros cada vez que se hace consciente. La negatividad personal vivida no puede ser derivada, por tanto, a partir de ningún mecanismo evolutivo.
Empleamos el término “persona” en un sentido antropológico-descriptivo, anterior a toda valoración positiva que privilegiara injustificadamente a la especie humana sobre las otras especies (lo que P. Singer ha llamado especiesismo). Pues la solidaridad interespecífica entre los hombres no se funda en la común pertenencia a una especie, sino en la singularidad de cada uno de los miembros de la especie humana, tal que no espera a mostrar en acto los atributos psíquicos, morales o jurídicos de la persona para ser caracterizado como persona —o poseer la personeidad que es base de la personalidad, según la terminología zubiriana. Naturaleza y persona son dos coprincipios indisociables del ser hombre; si no se los entiende así, habría que emprender el vano intento de hallar un momento temporal preciso o una determinación cualititativa, que efectuaran la soldadura entre ambas nociones.
En efecto, la ausencia de saltos cualitativos en el proceso de desarrollo que va del óvulo fecundado a la muerte cerebral irreversible impide cualquier separación temporal entre el ser perteneciente a la naturaleza humana y su singularidad personal. Por el contrario, vincular la persona a la aparición de la autoconciencia o al ejercicio de los derechos (herencia, disposición sobre bienes jurídicos…), como se ha pretendido desde el actualismo personista —cuya primera expresión está en Locke—, tiene por consecuencia inevitable proporcionar argumentos a la manipulación arbitraria de los expertos o presuntas personas conscientes sobre los débiles mentales, que no serían personas en acto. Poner al ser personal digno en función de un criterio biológico constatable, como puede ser la anidación del embrión en el útero, equivale a confundir la persona con un fenómeno empírico.
Se suele denominar personismo a esta posición, por sustantivar la persona al margen de una naturaleza. El personismo disocia, a partir de criterios empíricos, el ser personal del ser biológico-natural, la persona respecto del hombre. A lo cual hay que replicar que el único criterio empírico de que disponemos es la continuidad procesual en el desarrollo de un ser idéntico, lo cual vuelve arbitraria cualquier fijación del momento en que acaecería la conversión de un ser natural en persona.
Me permito citar lo que he escrito en otro lugar: “La persona provee de la individualidad constitutiva de quien es ya ‘suyo’, en terminología zubiriana, antes de que llegue a realizar actos conscientes… El desarrollo personal constatable empíricamente parte, por tanto, de una personeidad singular en la que se individualiza y con la que se interpenetra la naturaleza de cada hombre. La función de la naturaleza en relación con la persona está en asignar a ésta en términos específicos su poder ser individual, mientras que el oficio simétrico de la persona está en ser la realidad efectiva portadora de su potencialidad natural”.El equívoco teórico que subyace a la búsqueda de un vínculo externo entre persona y naturaleza está en entender ambas como distintos estados dados, en un caso conscientes y en el otro meramente biológicos.
Si, en cambio, se toma la naturaleza en su sentido etimológico griego (fuvsiß, de fuvein, llegar a ser, hacerse), comprende tanto el resultado del proceso como el propio proceso que apunta a él: en su sentido primario, “naturaleza” significa, antes que lo que se ha llegado a ser al término del transcurso natural, el llegar a ser como relación consigo mismo. Y la persona no es tampoco el estado consciente, que emergería de un sustrato biológico apersonal, sino la potencialidad previa para ser consciente de sí: sólo quien es persona puede decir “yo”, pero su ser persona no consiste en la actualización correspondiente o relación consciente consigo mismo, sino en ser alguien con aptitud para ello, que al volverse consciente sólo hace reconocerse como quien es.Tampoco hay conciencia de duplicidad en relación con las determinaciones naturales (propiedades genéticas, crecimiento orgánico, operaciones fisiológicas…) y las que proceden de actos personales, como las decisiones, hábitos, incardinación cultural… Tanto unas como otras nos las atribuimos cada cual en primera persona, al igual que cuando se trata de la fecha de nacimiento o de un chichón en la frente (según el ejemplo de Wittgenstein).
Es el único sujeto personal nominado el que nació tal día, el que respira, decide, se comunica, es afectado por… La persona incorpora a su identidad no sólo las acciones en las que se autodetermina y las experiencias receptivas, por medio de las cuales configura su personalidad, sino también las operaciones vegetativas y las circunscripciones operantes desde fuera, todas las cuales contribuyen a su definición completa. Así es posible que cualquier lesión personal inferida se deba a que posee predicados naturales o simplemente externos…, en cuya adscripción no ha tenido parte personalmente. Tener conciencia —personal— de una lesión es necesario para padecerla, pero es simultáneamente ganar la posibilidad de superarla con la respuesta moral adecuada.Las lesiones hechas al organismo que no posee todavía conciencia de su alcance, ni acaso siquiera autoconciencia, mientras se le lesiona, son posibles porque su identidad individual —como persona— y específica —como naturaleza— no están en función de la conciencia que tiene de ellas, de tal modo que, si llegara a adquirir conciencia en el futuro de que se le había lesionado, tendría por suyo el daño a sus sentidos, órganos… que se le hubiera ocasionado cuando era inconsciente. En este sentido, el traer a la existencia al embrión sin una filiación natural no deja de ser una ofensa irreparable a un derecho suyo, de la que cobrará conciencia en el futuro, por más que al empezar a vivir no pueda apercibirse de ello.
5. El organismo confiado al cuidado responsable
Hans Jonas funda la exigencia ética del cuidado responsable por el organismo humano desvalido en la libertad personal y en la verdad, partiendo de la concreción corporal primitiva de ambas a través del sentido de la vista. Veámoslo sucesivamente a propósito de una y otra cualificación.
La libertad y objetividad pertenecientes al sentido de la vista derivan de que su espacio es tal que se puede recorrer en distintas direcciones, se puede medir por indicar distancia objetiva y carece de límites en su extensión, por contraste con los espacios más restringidos de los demás sentidos: el espacio acústico procede de una fuente en dirección hacia el oyente, el espacio olfativo es el rastro que dirige hacia lo que se busca y el espacio táctil queda reducido al mínimo por la ausencia de distancia entre el órgano y lo presente al tacto. La percepción de un objeto debe, pues, al transfondo visual la libertad en las variaciones de perspectiva que le es posible asumir; y debe a la potencia visual su centración objetiva, en la que se pasa por alto la afección sensorial del órgano.En cuanto a las imágenes representadas en un soporte, son un signo ulterior y manifiesto de la libertad, no tanto por su presencia y conservación —de que también dispone el animal— cuanto por la captación del parecido con el original, puesto que no viene impuesta por ninguna necesidad biológica.
Es la noción no percibida de semejanza la que se introduce en la visión, guiando la comparación entre lo percibido presente y lo imaginado ausente; pero ver lo no presente en lo presente significa trascender los datos visuales y, por tanto, dar curso a un nuevo espacio libre en la propia visión. Si se busca algún paralelo con las imágenes en el plano intelectivo, lo encontramos en lo que Husserl llama modificación de neutralidad de la afirmación, cuando nos limitamos a representarnos un enunciado que alguien nos comunica, suspendiendo la toma de posición —afirmativa o negativa— ante él y abriendo paso así a la posible pregunta y al asentimiento libre; esta retracción libre del entendimiento está ya prefigurada en el sentido de la vista, al abstraer de la presencia sensible inmediata y ver sólo en ella el parecido con lo otro.Pero la neutralización de la imagen visual es también lo que hace posible el sentido más elemental de la verdad, anterior a su expresión judicativa. Basta aplicar el esquema husserliano intención significativa-cumplimiento a la percepción, advirtiendo de este modo las imágenes retenidas y anticipadas que intervienen en la configuración del objeto percibido, así como la posibilidad correlativa de que vengan o no confirmadas en el transcurso de la percepción, para encontrar en ella una primera presentación de la dicotomía verdad/falsedad. Así, cuando creo ver un escarabajo en lo que sólo es un ovillo de lana estoy haciendo uso de unas intenciones significativas sugeridas por unas imágenes separadas de su concreción existencial, que luego se me revelan falsas. “La representación por medio de una imagen… es un ejercicio fundamental de los esfuerzos humanos en pos de la verdad por lo que hace al mundo sensible…
Una imagen es verdadera, o verdadera en parte, o bien falsa. Siempre y cuando no se contemple desde un punto de vista estético (o mágico), la imagen no tiene otra razón de ser que la relación veritativa, esto es, la adecuación al objeto representado”. Sin embargo, el proceso de elaboración de imágenes no se detiene en el mundo exterior, sino que vuelve sobre el propio hombre, que forma una imagen acerca de sí mismo, adecuándose a ella en su comportamiento. Cada vez que proyecta una actuación, parte de una imagen y reconoce en ella si la actuación ha sido o no lograda. Es así como el modelo visual, que dirige remotamente su acción en el mundo y entre los hombres, alcanza su mayor operatividad, ya que, habiendo sido lanzado al futuro como un deber-ser no realizado, retorna sobre el ser presente del hombre y lo identifica desde él.
Si en los estadios anteriores la imagen abstraía de la afección orgánica por las cosas mundanas, ahora es el propio sujeto de la visión el que se despoja de la materialidad del órgano y de su ubicación en el medio para verse como un yo desdoblado desde la distancia de sus deseos y aspiraciones.Mediante la imagen de sí el hombre se anticipa a sí mismo y crea los supuestos antropológicos para la responsabilidad por sus acciones libres. Pues la responsabilidad surge del encuentro entre el poder-ser causal del hombre y el deber-ser de aquello que todavía no es, y que comprende tanto el ser natural del propio ser en tanto que todavía no realizado como aquellos seres vivos cuya realización finalista está confiada al cuidado humano. “Sólo lo vivo en su menesterosidad e inseguridad —y por principio todo lo vivo— puede ser en general objeto de responsabilidad”. Pero justamente la vida humana indefensa, y sobre todo en sus primeras y últimas fases, es objeto principal de la responsabilidad, al no estar en condiciones de dar cumplimiento por sí sola a los fines vitales inscritos potencialmente en su ser natural. Así lo sostiene Jonas tras haber delineado los ámbitos de la responsabilidad: “… la vida actual o potencial —y por encima de todo la vida humana— es aquello a lo que la responsabilidad se refiere con sentido”.
Así, pues, la libertad personal, inscrita corporalmente en el ser natural del hombre a partir del sentido de la vista, se manifiesta no sólo en la realización de las posibilidades propias, sino también en la acogida que da a aquellos seres humanos que desde su indefensión corporal o psíquica la reclaman. Y la verdad, que ya en el sentido de la vista se hace patente como cumplimiento de intenciones significativas, adquiere una expresión más completa cuando el cumplimiento lo es de las intenciones de ayuda y promoción de sus posibilidades que se desvelan en la percepción del ser vivo desasistido. De este modo, en relación con el organismo no nacido las implicaciones éticas de la coexistencia interpersonal se manifiestan desde la libertad y la verdad —ya presentes en el sentido de la vista— como cuidado responsable ante él.La consecuencia es que la acogida del ser humano como un tú naturalmente diferenciado y provisto de derechos no depende de que lo solicite conscientemente. De un modo general, sólo se pueden reivindicar unos derechos porque se posee ya la identidad propia de “ser alguien” que precede a la autoconciencia. Ni las reivindicaciones ni los deseos antecedentes hacen nacer los derechos objetivos, que poseen una antecedencia natural sobre su reivindicación. Y entre estos derechos objetivos están tanto el poder identificar a los progenitores como el proceder de la donación mutua de los padres mediante el lenguaje corporal. La dignidad personal del no nacido se ve lesionada cuando se lo ha programado previamente, lo cual abre el camino a la eugenesia en la fabricación seleccionada del nasciturus. No es sorprendente por ello que la legislación alemana se muestre cautelosa respecto de la fecundación artificial, dado su peligroso acercamiento a las experiencias eugenésicas vitandas del pasado. Seleccionar los rasgos y las condiciones en que el hijo haya de venir al mundo es tanto como erigirse en árbitro de quién es digno de existir, olvidando que la dignidad del ser personal no se funda en cualidades constatables añadidas a la dádiva que para los progenitores representa su existir.
Pero la objeción más básica a la FIVET está en que no se trata con ella de auxiliar a la naturaleza en sus carencias, sino de sustituir la comunicación interpersonal por una intervención técnica, que convierte al cuerpo personal en mero instrumento de la intención finalista y disocia a ésta de la realización subsiguiente y de los medios empleados para ello. El lenguaje de la mutua donación corporal enmudece cuando se utiliza la sexualidad para la obtención de un resultado previsto. Como ante cualquier otro objetivo proyectado y que tenga consecuencias, el hombre ha de poder responder de su por qué una vez producidos unos u otros efectos externos. Mas, ¿qué justificación podrían dar los padres si los hijos les pidieran cuentas de por qué han venido a la existencia?