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La bioética como problema jurídico

20:00 16 agosto in Jurídico

Breve análisis de carácter sistémico sobre la bioética en el campo jurídico.

Dr. Francesco D
Prof. Ordinario de Filosofía del Derecho, Universidad de Roma. Presidente del «Comitato Nazionale per la Bioetica» de Italia.

1. Si lo que la bioética plantea al derecho fuese sólo un problema de contenidos (aborto, eutanasia, fecundación asistida, etc.) no sería difícil para un jurista de formación normativista resolverlo sagazmente: habituado ya a través de una larga tradición, a asumir sino una ideología, al menos una aproximación formalista al derecho, reconocería exclusivamente a la política (y a sus fuentes inspiradoras, incluso comprendidas eventualmente las éticas) la competencia de crear derecho también en materia bioética; y se reservaría un único deber, limitado sí, pero siempre esencial y extremadamente complejo, el de discutir la coherencia sistemática de las normas.  Se respetaría así plenamente la diferenciación funcional del sistema derecho respecto al sistema política (según las más acreditadas teorías sistémicas) y se ahorrarían a los juristas fatigas conceptuales innecesarias, además de gravosas.

2. El debate mundial en marcha que tiene por objeto la bioética muestra, sin embargo, todos los límites del modelo descrito anteriormente.  No se logra, en otras palabras, por más que tercamente se intente, reducir las cuestiones bioéticas de carácter sustancial a los términos propios de las cuestiones políticas (1).  Cuando se ha intentado hacer, hasta el fondo, como en el caso del aborto (sobre todo por parte de aquellos que han recurrido a la categoría, estrictamente política, de la ‘privacy’, nacida no obstante en otros contextos y para otros fines), se ha debido pagar un precio exorbitante, aquél de mantener constantemente abierta (y, por tanto, «políticamente» sin resolver) la cuestión bioética de fondo; y de todos modos esto se ha podido hacer gracias únicamente a una circunstancia en definitiva accidental, como es la banalización médica de la práctica, que le ha sustraído visibilidad extrínseca.  Pero se trata de una circunstancia no, al menos no siempre, reiterable.

La realidad es que el modelo jurídico normativista tiene plausiblemente tanto más espacio cuanto más se construye a sí mismo como homólogo a una actividad político‑decisional caracterizada por un mero valor técnico, en el sentido estrictamente etimológico de este término tan embarazoso.  Se considera técnico un actuar político que no asuma la realidad de las cosas con el propio horizonte de operatividad, porque no perciba ‑o de todos modos niegue su forma intrínseca.  Un actuar tal se identificará a sí mismo al modo de una praxis, útil o al límite necesaria, pero de todos modos siempre axiológicamente neutral (2), dirigida a dar forma a lo real (una praxis, por tanto, calificable exclusivamente en la lógica del mero artificio).  Para un actuar político así concebido el derecho se revela como un instrumento precioso, mejor dicho indispensable, porque le provee de una específica potencialidad operativa, la del carácter coactivo.  Que la práctica política, en ciertos límites, posea realmente estas connotaciones es indudable, el fenómeno ha estado siempre presente para los científicos del derecho (la categoría de las leyes ‘mere poenales’ ‑aquellas basadas en la mera voluntad «técnica» del legislador y no en la «naturaleza de las cosas»‑ ha sido elaborada precisamente a partir de este conocimiento).

El error del normativismo consiste en transformar el caso eventual en dato ordinario; y en no lograr o en no querer autocorregirse, cuando después llega a descubrir (como en el caso de la bioética) que la tradicional fuerza manipuladora de las normas ‑a pesar del poder coactivo que la sustancia no consigue, a pesar de todo el esfuerzo en sentido contrario, constreñir la realidad de las cosas en paradigmas demasiado angostos para ésta.  Por lo demás, para autocorregirse los juristas deberían tomar nota (con satisfacción o con resignación, según su credo metodológico) de una verdad que todavía se les escapa a muchos, probablemente porque sea demasiado perturbadora, capaz de alterar ‑donde se la tome en serio‑ todo el paradigma de la modernidad; es decir que también si se concibe el sistema social como un artificio y en la misma lógica de la artificialidad se tematiza el actuar político y su apoyo jurídico, permanece fijo que el de la técnica no es ni puede ser tratado como un problema técnico.  Si acaso fuese posible individualizar para la bioética una ‘initium sapientia’, éste sería el único razonablemente posible.

3. En consecuencia, la mejor vía de salida de este ‘impasse’ sería una sola: la de hacer reasumir a la ciencia jurídica su valor específico antropológico, para inducirla a superar cualquier tentación de formalismo estéril y para constreñirla a medirse con las estructuras que califican el ser del hombre (dado que la bioética, como por otra parte la ética ‘tout court’, aún antes que problemas específicos de contenido, plantea problemas generales antropológicos, es decir, de estructura).

Es un camino, éste, que he intentado recorrer en otro lugar (3) y que no trato de presentar aquí otra vez.  No es de todos modos el camino que parece imponerse en la cultura hoy en día dominante, que se suele caracterizar cada vez más como post‑moderna.  Esta, no obstante, está en condiciones de reconocer, al menos en sus mejores exponentes, la quiebra de la experiencia jurídica de sello normativista; logra también percibir cómo la técnica no sea un problema meramente técnico.  Quiere, sin embargo, afrontarlo con los pobres instrumentos que la racionalidad postmodema pone a disposición de aquellos que no tienen intención de ceder a (pretensiones) tentaciones neo‑metafísicas.  Es ciertamente un proyecto muy valiente, sin embargo, albergo, por los resultados obtenidos, muchas dudas.  Analicémoslo más de cerca.

4. Quien haya llegado a convencerse de que la esencia de la técnica consiste en el vaciar de sentido el orden intrínseco del ser, o sin más en el negar toda su perceptibilidad, llegará antes o después a reconocer que en la época dominada por el triunfo de la tecnología nunca podrán emerger valores nuevos, ni siquiera valores alternativos respecto a aquellos tradicionales, porque la esencia de la técnica precisamente consiste en eso en el corroer el principio mismo del valor.Se genera de tal modo un vacío extremadamente característico, ya que es un compendio de toda la experiencia que ya se ha convenido en calificar como postmoderna: no sólo se avanza, como ha escrito Paolo Zatti, en un territorio sin mapa (4); se avanza sin prefijarse una meta.  Sin embargo, cada vacío pide ser colmado y el vacío de sentido más, y con mayor urgencia, que cualquier otro.  Nuestro tiempo ha elaborado dos grandes respuestas a esta (desesperada) exigencia.

La primera respuesta corresponde a aquella ‑en cierto modo desgarradora‑ que fue dada por Nietzsche, cuando (quizás por primera vez) percibió en modo absolutamente claro el abismo del nihilismo en el que toda axiología iba a precipitarse y a perderse: la respuesta, evidente, de la ‘voluntad de dominio'(5).  Muchos juristas de hoy parecen no percibir en qué medida es operativo esta importante cuestión, quizás por el hecho de que sabe presentarse en formas sencillas y sumisas, lejos indudablemente del énfasis trágico con el que ha sido tratado por Nietzsche.  Sin embargo, que el tema está presente y operativo en nuestro tiempo, no existe ninguna duda, y precisamente la bioética nos ofrece pruebas clarísimas de ello.  La voluntad de dominio no se manifiesta como brutalidad, como pasión incontrolada o como violencia incontenible.

Se sustancia más bien en la indiscutibilidad de las pretensiones subjetivas, cuya satisfacción se pide que sea asumida como propio deber por parte del ordenamiento.  Y el triunfo de la voluntad de dominio no está tanto en el mero afirmarse de estas pretensiones, como en el hecho de que el ordenamiento reconoce tener que mantenerlas como propios deberes específicos.  Además del ejemplo, absolutamente evidente, de la liberalización del aborto voluntario, puede citarse ‑como caso igualmente emblemático‑ aquel que concierne al intento ‑sistemáticamente conducido y en muchísimos casos considerado ya vencedor- de negar carácter propiamente ‘terapéutico’ a algunas típicas praxis médicas de gran relevancia bioética, como por ejemplo, la fecundación asistida (6).

Es claro de hecho que si se niega que el recurso a la fecundación asistida deba tener como propio presupuesto lógico y axiológico una particular forma de patología que es la esterilidad, no puede derivarse nada más que una sola consecuencia: sólo la voluntad potestativa del sujeto (de nuevo la nietzscheana «voluntad de dominio») puede constituir fundamento y justificación.

Por otro lado, por más esfuerzos que se hagan, el paradigma de la voluntad de dominio mal se adapta a los problemas de la bioética.  Se trata, efectivamente, de una paradigma esencialmente solipsístico; y por más que se quiera reformular, los problemas de la bioética aparecen todos generalmente irreducibles a tales esquemas; no es el sujeto (individual o colectivo, no importa) el que asume relevancia en aquéllos, sino la interacción entre sujetos, no mediable, aparte de todo, por específicas manifestaciones de voluntad (7).

Se genera por la bioética una situación análoga a la que se ha generado por parte de la cuestión ecológica, una cuestión que pertenece a todos y no puede ser gestionada por nadie en clave estrechamente solipsística, por lo menos porque puede volver a actuar sobre el sujeto mismo que las cuestionase con pretensiones solipsísticamente potestativas.  En consecuencia, no nos debe asombrar si la elaboración social de un código específico de la bioética en definitiva haya hecho referencia (en modo explícito o implícito, esto es secundario) a un principio de comunicación análogo a aquél que rige la comunicación ecológica.  Aquí se coloca el ámbito de la segunda gran respuesta bioética con la que la cultura postmoderna trata de afrontar el fantasma del nihilismo.

5. Para explicitar este punto, recurriremos a un tema elaborado con gran finura por Niklas Luhmann (8).  En la perspectiva de Luhmann la articulación esencial que rige la comunicación ecológica es la del miedo.  La misma articulación viene asumida de hecho, por parte de un normativismo postmodemo, como código fundamental de la normativa bioética.

El miedo, al que hacemos referencia en este contexto, es asumido no por su valor estrictamente psicológico, sino por su potencialidad de operatividad social.  De hecho en la sociedad postmoderna constituye un equivalente funcional de la dotación del sentido: tiene el valor de un verdadero y propio apriori (es decir, no es inducido por amenazas específicamente formuladas y por tanto objetivamente afrontables) y pretende por tanto ser asumido por el derecho como tal.  De hecho no es manipulable, si no en medida muy reducida: el miedo, que es compensable por ejemplo con el dinero (pensemos en las denominadas indemnizaciones por riesgo) o que puede ser alejado con amenazas sancionadoras, revela por sí mismo su naturaleza inauténtica.  El miedo nunca puede ser afrontado con argumentaciones científicas o con promesas de índole religioso‑salvífica: las primeras, a causa de su intrínseco carácter probabilístico, tienden más bien a confirmarlo (9), las segundas, viceversa, humillan al mismo sistema que se haga promotor de ello, reduciendo a Dios, según la imagen no superada de Bonhoeffer, a un ‘Lückenbüsser’, a un ‘tapagujeros’ y la Iglesia misma, según la imagen de Luhmann, a un «parásito de las situaciones sociales problemáticas».

El miedo ecológico ‑escribe Luhmann‑ no es controlable por los sistemas funcionales.  Estos están llamados a acatarlo, no a administrarlo.  Así es para el miedo bioético.  La bioética vuelve a dar vida y garantiza una objetivación de miedos antiguos y ancestrales, así como da fundamento plausible a miedos nuevos y futurológicos.  Bombardeada por informaciones aluvionales, dilatadas hasta lo inverosímil por medios de comunicación multimedia, la persona percibe el crecimiento bajo sus propios ojos de un nuevo, terrible y, por tanto, temible poder sanitario, un poder indisolublemente benéfico y maléfico, y todavía más vistoso e invasor de cuanto lo fuese en el antiguo Egipto el poder ‑al mismo tiempo sacro y medicinal‑ de la casta sacerdotal.  Pero también percibe como no lejano (muchos lo consideran ya unido) el momento en el que tal poder tomará cumplida posesión del individuo, mediante nuevas e irresistibles posibilidades de proceder a la alteración de la identidad personal.

Bien se explica, por tanto, la insistencia con la que por parte de muchos se subraya el carácter defensivo de la bioética.  Y ya que, quien tiene miedo está siempre moralmente en lo justo, de ello se deriva que la bioética, vista a la luz de éste su carácter dominante, adquiere un estatuto sociológico privilegiado, que justifica la pretensión de que el derecho llegue a ser un instrumento dócil.  El derecho debería tender a convertirse en un sistema de gestión social del miedo bioético.

6. Lo que acabamos de observar permite resolver una embarazoso paradoja, la que se advierte por parte de quien observe la pasión con la que los temas de la bioética se discuten y la contextual pobreza de las soluciones que se proponen, no digo ya para resolverlos, sino simplemente para tratarlos. ¿Cómo discutir en bioética, si no poseemos criterios para resolver las controversias? ¿Porqué discutir, si está consolidada ‑como escribe provocativamente Engelhardt‑ «la incapacidad de la razón para imponer a esta sociedad el reconocimiento de cualquier canon moral llamado a resolver todas las dificultades» y si ya no se discute el hecho de que «la filosofía moral, como se la concibe actualmente, no puede satisfacer la necesidad, advertida por la mayoría, de disponer de ‘principios guías’ tales que permitan regular cualquier tema»?

La cuestión es que ‑a pesar de las apariencias‑ el requerimiento social de bioética no va a la búsqueda de un fundamento racional (y mucho menos filosófico), porque posee en el miedo un fundamento mucho más sólido, un fundamento retórico.  El miedo resiste a cualquier crítica de la razón pura, porque la comunicación del miedo es irrefutable: no existe una crítica sensata que pueda desenmascarar a quienes atestiguan tener miedo.  Si por tanto es verdad que a nivel de discusión científico‑académica se percibe la existencia de bioéticas plurales, es decir de distintos pensamientos bioéticos, recíprocamente irreductibles, a nivel de experiencia social es cierto más bien lo contrario: la bioética mantiene una corporeidad compacta, a partir de la cual es posible interpretar sagazmente sus cristalizaciones normativas.

7. Que una bioética, fundada sobre la retórica del miedo, sea estéril está fuera de toda duda, por lo menos porque implica una toma de distancia de la realidad de las cosas a favor de una indebida acentuación de psicologismos de cualquier tipo.  Que los juristas puedan, sin embargo, manifestar una marcada sensibilidad respecto a ella está un poco en el orden de las cosas, al menos en los límites en los que adviertan, casi al modo de un deber profesional, la defensa de la auténtica religión civil de nuestro tiempo que es el sistema de derechos humanos (y en este sistema al miedo bioético le gusta encontrar su propio fundamento, aunque se muestre perfectamente en condiciones de dejarlo de lado, si fuera el caso).  En otras palabras, la bioética está adquiriendo un carácter no sólo indebidamente simplificatorio, sino todavía más indebidamente moralista.

Moralismo, en este contexto, no pretende significar el arraigo de la normativa bioética en valores morales (que la época postmoderna, como se ha dicho, no logra ya no sólo elaborar, sino ni siquiera percibir), sino la asunción como código social para la elaboración de las normas de un código apriorístico (como precisamente el miedo), que produce la misma presagiada elaboración racional y postmodema de la bioética privada por principio de cualquier posible sentido.  De hecho, sólo el futuro (y no desde luego el análisis especulativo) podría confirmar al menos el fundamento del miedo bioético, que viene asumido como equivalente funcional de los valores morales perdidos; pero ya que la construcción del futuro asume entre los propios parámetros constructivos el miedo mismo, lo que se deriva de ello es la indiscutibilidad por principio de cualquier nonnativa bioética.

Lo han entendido bien todos aquellos que reflexionan seriamente sobre elecciones bioéticas que se plantean de hecho como irreversibles (la modificación profunda del ambiente, la destrucción radical de una especie viviente) y que, por tanto, por ejemplo, ataquen los derechos de generaciones futuras: tales elecciones no pueden ser legitimadas por ningún procedimiento decisional, por más democrático y racional que sea, precisamente por su incidencia en titulares de derechos que no pueden dejar oír su voz a quien tendría actualmente el poder de decidir (10).  La bioética, en fin, muestra todos los límites del modelo clásico de la búsqueda del consenso.

8. Un análisis como el anteriormente realizado no tiene como objetivo propio el de llegar a conclusiones operativas.  Es, sin embargo, posible avanzar algunas observaciones dispersas, cuya utilidad podría consistir sólo en inducirnos a renunciar a pensar que los temas de la bioética puedan encuadrarse fácilmente en modelos tradicionales de pensamiento jurídico.  La falta de admisión de este presupuesto da razón de un fenómeno que se hace cada vez más evidente: la continua renovación por parte de la bioética de pretensiones respecto del derecho, que el derecho no logra garantizar.  En su horizonte paradigmático tradicional, el derecho trata al mismo tiempo la naturaleza y el artificio; pero los problemas de la bioética nacen precisamente cuando se impone la percepción social de que la dimensión de la naturalidad se ha vuelto borrosa y que se ha superado el umbral de tolerabilidad de la artificialidad de la vida.  No debe asombrar que en esta situación dialéctica se determinen continuamente cortocircuitos perniciosos tanto para la bioética como para el derecho.

Si cuanto se ha dicho es correcto, la construcción de un código bioético que tenga la posibilidad de oportunas recaídas jurídicas aparece por tanto muy lejos del ser llevado de la mano y merece quizá ser considerada sin más utópica (y mistificatoria de toda pretensión en sentido contrario).  De esto se deriva inevitablemente que más que una contribución en términos de racionalidad o de racionalización, la bioética ‑como por lo demás, su homóloga, la ecología‑ tiende hoy a introducir en el sistema social espacios de irreductible desorden.  Es bueno que los juristas reflexionen sobre este estado de cosas y verifiquen si, a causa (o por culpa) de la bioética ‑un verdadero y propio, inopinado caballo de Troya‑ su tradicional papel de ingenieros sociales ‑a los ojos de los cuales desorden y error son esencialmente la misma cosa‑ no llegue en tal modo a ser desquiciado y humillado.  Alternativas a tales respuestas existen, ciertamente, como arriba se ha esbozado, pero son también a un alto precio.  Implican, ni más ni menos, la renuncia a todos los dogmas nihilistas y funcionalistas de la época postmoderna, aquellos dogmas por los cuales, la ciencia jurídica, más que ninguna otra, se ha dejado fascinar. (Traducción del original italiano: Ana María Marcos del Cano, Ayudante de Filosofia del Derecho, UNED, Madrid) Notas bibliográficas:

1. Lo demuestra ‑por poner un solo ejemplo‑ el compromiso en el que se encuentran los Comités Éticos cuando se les llama para pronunciarse formalmente sobre cuestiones controvertidas, en las cuales no se logra elaborar un convencimiento unánime.  Una decisión se podría alcanzar sólo si se recurriese al instrumento del voto, si se aceptase una división en mayoría y minoría, según el que es el código típico de los sistemas políticos modernos; pero ésta es precisamente la salida que más que cualquier otra aparece como inaceptable.  De ello se sigue que a menudo el esfuerzo de los Comités se traduce no un un parecer, sino en una exposición correcta de las diversas y antitéticas opciones éticas que han aflorado en el curso de debates largos y extenuantes: ¡la ética ‑se oye a menudo repetir con énfasis digna de una causa mejor‑ no puede ser reducida a un cálculo numérico!  Observación impecable, siempre que viniese constantemente acompañada por otra ‑igualmente impecable‑: la ética no puede ser identificada (bajo el riesgo de su humillación irremediable) con una glosa de opiniones; no constituye un auténtico trabajo bioético el redactar un mero elenco (por más que sea correcto) de opiniones.

2. Y por tanto coherentemente capaz de ser decidido a través de una técnica, esta también neutral, como la cuantitativa del voto.

3. Cfr. ad. es.  Bioetica e diritto en «Medicina e Morale» 43, 1993, nº 4, pp. 675‑690 y Dalla bioetica alla biogiuridica. en C. ROMANO Y G. GRASSANI, Bioetica, Torino, UTET, 1995, pp. 199‑204.

4. Cfr.  Bioetica e diritto, en «Rivista italiana di medicina legale», 17, 1995, p. 11.

5. Esta expresión es reconducida por muchos a la lógica política del decisionismo, que muchos juristas han combatido vigorosamente y que todavía muchos creen que han conseguido vencer.  En realidad, han vencido sólo algunas epifanías históricas, por más que sean increíblemente vistosas y repugnantes; pero la lógica decisionista en cuanto tal (es decir, en cuanto reconducible a la «voluntad de dominio») está todavía hoy viva y presente en nuestro tiempo.  Baste pensar en el interés extraordinario que ha vuelto a suscitar en los últimos años el pensamiento de Carl Schmitt para tener una prueba de cómo el paradigma decisionista continúa en la opinión de muchos desempeñando una función irrenunciable para la interpretación del presente.

6. Cfr. para todos M.MORI, La fecondazione artificiale.  Una nuova forma di riproduzione umana, Bari, Laterza 1995. Obsérvese el explícito subtítulo del volumen.

7. La cuestión ha sido profundizado por P. DONATI, Le dimensioni relazionali della bioetica, en «Anthropotes», 7, 1991, pp. 55‑65.

8. Cfr. Comunicazione ecologica, tr.it., Milano, Franco Angeli, 1990, in part. pp. 223 y ss.  Para una clarificante lectura de esta vertiente del pensamiento de Luhmann, cfr.  S. BELARDINELLI, Una sociología senza qualitá.  Saggi su Luhmann, Milano, Franco Angel¡, 1993 (véanse en part. las pp. 53 y ss).

9. Ejemplo típico es el del miedo en relación con los experimentos nucleares: los datos científicos, en el mismo momento en el que intentan minimizarlo, evidencian sin embargo, un fundamento legítimo, aunque en términos de cálculo de probabilidad expresables con un número pequeñísimo.

10. Cfr.  S. RODOTA, Introduzione a AA.VV., Questioni di bioetica, a cargo de S. RODOTA, Bari, Laterza, 1993, p. XI. (Publicado en Cuadernos de Bioetica 28, 4, 96 470-76)