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ÉTICA: Engendrado, no hecho

14:53 18 agosto in Ética

Ética
¿A partir de cuándo el hombre es hombre? El Parlamento británico ha autorizado la manipulación de embriones y el ministro alemán de Cultura, Julian Nida-Rümelin defiende esa autorización. Sin embargo, esto supone un atentado contra la vida humana.

Robert Spaemann* Universidad de München (Alemania)Traducción: José María Barrio

En la discusión sobre la clonación surgen argumentos y puntos de vista claramente enfrentados. Quizá sea el momento oportuno para poner algo de orden en este debate. La decisión del Parlamento británico de autorizar la producción de embriones en los primeros catorce días para la clonación reviste dos facetas éticas distintas. Ambas son dudosas por motivos diversos; no obstante, se recomienda una distinción estricta entre ellas. El primer aspecto se refiere a la clonación como algo que, por así decir, está más allá de cualquier intervención sobre el proceso embrionario, y por ello afecta a la identidad cualitativa de individuos futuros o ya existentes en la fase inicial de su desarrollo. El segundo aspecto concierne a la «utilización» de embriones humanos.

MANIPULACIÓN GENÉTICA

La naturaleza humana típica, al igual que toda naturaleza humana individual, tiene que ver con una cadena de casualidades. ¿Podría considerarse malo sustituir la casualidad por una planificación racional, como afirma el argumento en favor de la manipulación genética? ¿Cómo podríamos deplorar la posibilidad de optimizar la herencia humana según un plan debidamente organizado?

Lo realmente perverso se puede observar preferentemente en la visión de quienes encuentran en esa posibilidad algo especialmente bueno. En los tristemente célebres simposios Ciba, de los años sesenta, todo esto parecía aún un horizonte lejano, de suerte que quienes en ellos participaban se manifestaron de manera bastante imprudente acerca de tales visiones. Según éstas, deberían fabricarse individuos inteligentes, adaptables a las condiciones de la vida moderna, así como a las necesidades de posibles viajes interplanetarios, inmunes a toda enfermedad, pero también individuos que sean genéticamente como «abejas obreras», naturalezas esclavas que, sintiéndose felices, prestan servicios considerados inferiores. La objeción de que ningún padre se prestaría a la cría de tales niños esclavos no se sostiene, pues si alguna vez esa identidad cualitativa de futuros individuos fuese planificable, tal planificación ya no se dejaría en manos de los padres, pese a que la profesora Judith Mackay, perteneciente a la Organización Mundial de la Salud, haya afirmado en Berlín: «Quien desee descendencia, podrá elegir sus futuros hijos con el color del pelo o el coeficiente intelectual que desee».

Una sociedad de gente puramente idéntica a Einstein o a Boris Becker, por poner algún ejemplo, es tan poco posible como una sociedad que a causa de la tradición o de la moda pudiera inclinarse preferentemente por producir una descendencia masculina o femenina. Como ya vio Huxley, sería inevitable una planificación económica de la biología humana. Sin embargo, en lo referente a la planificación social de índole global ya tenemos suficiente experiencia, a lo largo de medio siglo, con lo ocurrido en el ámbito económico con la subordinación a la competencia en los numerosos intercambios comerciales de los negocios diarios en el «mercado». Los países que se han prestado a ese gran experimento todavía necesitarán muchas décadas para recuperarse de sus consecuencias. Pueden hacerlo, y enmendar los daños, pero en lo relativo a las consecuencias que atañen a la planificación biológica humana no podrán hacerlo.

Hay que tener en cuenta, no obstante, que todavía faltan criterios para poder considerar que verdaderamente se ha avanzado sistemáticamente en las cuestiones acerca de la genética humana. ¿En qué consiste realmente un individuo ideal? ¿Qué es mejor: ser más inteligente, o ser más feliz? ¿O más afectuoso, más creativo, más sobrio, más robusto o más sensible? Basta plantearse la cuestión para enseguida reconocerla absurda. Además, constituiría una insoportable soberbia por parte de la generación presente el querer dominar a la generación futura de tal forma que ésta se deba hasta en sus aspectos más esenciales a las caprichosas preferencias de sus antecesores. Lamentablemente, la realidad vuelve a sobrepasar, en este aspecto, nuestras más horribles predicciones. Entre tanto, la Human Fertilization and Embriology Authority, que vigila en Gran Bretaña el proceso de la fecundación in vitro, prepara la autorización oficial de la selección de bebés sordos nacidos de padres sordos, y la destrucción selectiva de los embriones sanos. La portavoz del Royal Institute for Deaf People aclaró, a este propósito: «En el caso de que una pareja con sordera se someta a un tratamiento in vitro y decida tener un hijo sordo, esta elección debe considerarse lícita y permisible. Nosotros apoyaríamos esta decisión». El despropósito no parece conocer límite. Naturalmente, cada cual debe algo de su herencia genética a la preferencia de sus padres. Pero esa preferencia no afecta directamente a representaciones detalladas acerca de las cualidades singulares de la descendencia. «No creáis que yo pensaba en vosotros cuando estaba con vuestra madre», ha dicho Gottfried Benn.

La acción socializadora sobre los hijos –la educación– presupone su existencia ya genéticamente determinada. Esa educación no puede programar el futuro según los deseos de los que viven en el presente. El futuro resulta de lo que los hombres venideros hagan con lo que reciban en herencia. Pretender prever esto de una vez, es decir, sustituir la educación por la programada selección del individuo desde su origen, como propone Sloterdijk, destruiría lo que nos une a nuestros hijos: la común naturaleza. «Engendrado, no hecho», dice el Credo de Nicea acerca del Hijo de Dios, lo que también es válido para el origen individual de todo hombre, incluso de aquellos que no creen en algo así como un Hijo de Dios.
Las objeciones específicas contra la clonación de seres humanos ya fueron formuladas hace mucho tiempo, y con mayor énfasis, por Hans Jonas. Los seres humanos tienen derecho a un futuro sin trabas, a un futuro abierto, de modo que no se les imponga tener a la vista un mellizo treinta o sesenta años mayor. Incluso si alguien intentara obviar las respectivas previsiones naturales viviría obsesionado ante la posibilidad de ese mellizo o trillizo. Además, las expectativas de un hombre son siempre el resultado de una feliz combinación de predisposiciones y de situaciones históricas. Y, por otro lado, teniendo en cuenta que las situaciones históricas singulares no se pueden reproducir, carece de sentido intentar lograr una identidad genética. El propósito de eliminar el factor tiempo pone de relieve lo que constituyen tales manipulaciones: una perversidad.

TERAPIA GENÉTICA

Existe una forma única de manipulación genética que parece invulnerable a tales objeciones: las intervenciones terapéuticas en el proceso embrionario, a través de las cuales deberían ser eliminados los factores que predisponen a las diversas enfermedades. Aquí no se trata de conseguir algunas «mejoras» en el individuo, sino de eliminar los defectos ostensibles. Mas, ¿en qué consiste un defecto ostensible? ¿En una aberración del standard de «salud» según la Organización Mundial de la Salud, a saber, en un no alcanzar el estadio óptimo representado como la capacidad de rendimiento objetivo y de bienestar subjetivo bajo ciertas condiciones culturales dadas? Este concepto de salud corresponde aproximadamente a lo que los griegos entendieron por eudaimonía. En la Unión Soviética la disidencia era interpretada en categorías psiquiátricas. Los disidentes no estaban en armonía con el standard oficial y, por tanto, sufrían bajo la normalidad imperante. Lo curioso es que, por su desadaptación, parecía que «deseaban sufrir».

Los psicofármacos en que se apoyaba tal normalidad probablemente se habrían podido ahorrar a la larga por medio de intervenciones genéticas. Así, no se habría llegado al sufrimiento. Y, naturalmente, tampoco al «sufrimiento» al que se deben algunas de las más grandes obras de la poesía y de la música.

Aquí salud debería significar el mínimo normativo de capacidad de un organismo para sobrevivir de manera autónoma sin grandes dolores. Hay unas cuantas enfermedades y, tomando nuevamente la analogía del «mercado», encontramos aquí una ya antigua distorsión de aquél, en lugar de emplear las posibilidades que nos ofrece la medicina moderna para obviar la mencionada selección natural que produce la enfermedad. ¿Debería prohibirse esa deformación «mercantilista» que intenta una especie de compensación genética por medio de intervenciones terapéuticas? Apenas puede discutirse que la llamada terapia somática genética resulta en último término una variante de las intervenciones médicas tradicionales, teniendo en cuenta que con ellas podrían eliminarse casi con seguridad transformaciones no deseadas en la patología embrionaria del paciente.
No obstante, también en los citados casos deben excluirse las intervenciones en tal proceso, dado el estado actual de la cuestión, y ello precisamente porque los intentos de establecer una técnica de éxito reconocido inevitablemente conducirían a una «investigación utilizando embriones». Las células embrionarias fertilizadas para ese uso científico, al servicio exclusivo de la investigación de este tipo, podrían sin ese uso haber llegado a constituir nuevas vidas humanas. UTILIZACIÓN DE EMBRIONES HUMANOSTropezamos ya aquí con el segundo aspecto de carácter ético contenido en la mencionada resolución del Parlamento británico: la clonación terapéutica. Desgraciadamente, esto constituye una falacia semántica. Lo que en este caso sucede con los embriones humanos no es terapia en modo alguno, sino todo lo contrario: esos embriones serán eliminados, muertos, y precisamente lo serán, al servicio de procedimientos científicos, los que claramente tienen vida, aquellos que quizá alguna vez habrían llegado en el futuro a contribuir a la aparición de una cifra indeterminada de seres humanos, a quienes se podría haber proporcionado una vida mejor, y tal eliminación se produce a pesar de que la ciencia ya está en el mejor camino para conseguir el mismo objetivo que pretenden los «exterminadores» pero a partir de células madre extraídas de individuos adultos.

La objeción ética contra esa eliminación es clara: la resolución parlamentaria en cuestión constituye un ataque contra la dignidad humana que desde el punto de vista ético, resulta inadmisible por someter unos seres humanos a otros utilizándolos exclusivamente como medios al servicio de los intereses de aquellos otros. Contra esta objeción se intenta ratificar que los seres humanos no son tales en la fase temprana de su existencia y, consecuentemente, carecen de la dignidad atribuible al ser humano. La resolución del Parlamento inglés no se basa tanto en esa tesis como en la opinión operante en la legislación británica de que la vida humana del embrión comienza con la denominada anidación, con la implantación del óvulo fecundado en el útero de la madre, catorce días después de la concepción. No voy a discutir aquí esta tesis, si bien la interpretación de quienes alertan de las imprevisibles consecuencias de tantos excesos puede parecer en Inglaterra algo exagerada, mientras que en Alemania se basan inequívocamente en tales tesis.

El caso es que el nuevo ministro nombrado en la República Federal Alemana, para colmo especialista en bioética, asume impasible las mencionadas consecuencias imprevisibles. Julian Nida-Rümelin cuestiona precisamente en un artículo publicado en Tagesspiegel, no sólo la dignidad humana, es decir, el carácter de fin en sí de los embriones antes de la anidación, sino incluso la de todos los seres humanos que «carecen de la capacidad de autoestima o de autoconciencia».

«La consideración de la dignidad humana –escribe– es apropiada cuando se cumplen ciertos supuestos, cuya carencia suprime la dignidad del ser humano, quedando éste incapaz de la autoestima. (…) La autoestima de un embrión humano no puede sufrir daño alguno». Tampoco la de un niño de un año, ni la de los minusválidos, ni la de quienes duermen. Christian Geyer ha advertido ya en el Frankfurter Allgemeine Zeitung sobre la terrible magnitud de este sector de seres humanos al que Nida-Rümelin niega la dignidad humana. La cuestión sorprende aún más al advertir que precisamente Nida-Rümelin no ha renunciado todavía a su acerba crítica al consecuencialismo y, con ella, a determinadas ideas en torno a los deberes incondicionales, categóricos. Pero al igual que Peter Singer y Norbert Hoerster, no incluye entre los mencionados deberes el respeto a la dignidad del ser humano. Así, no tiene nada en contra del «uso» de embriones, aun en el caso de que desapruebe la clonación de seres humanos por otros motivos, similares a los que he citado anteriormente.

En los cenáculos filosóficos ha de poderse plantear cualquier monstruosidad. Aquí, la apelación a autoridades de pretendido prestigio en todo caso se permite como un argumento prima facie. Por el contrario, si un ministro de nuestro país se pronuncia en su primera contribución oficial al debate, después de su nombramiento, contra el primer artículo de la Ley Fundamental según la jurisprudencia vinculante del Tribunal Constitucional, y sin tener en cuenta para nada la validez de dicha interpretación, entonces existe un motivo importante de preocupación. En una jurisprudencia continuada ya desde hace dos décadas, el Tribunal Constitucional formula la siguiente proposición: «Donde hay vida humana corresponde atribuirle, consiguientemente, la respectiva dignidad humana; no es determinante que el portador sea consciente de dicha dignidad, ni que sea capaz o no de defenderla por sí mismo. Las capacidades potenciales que se han incorporado al ser humano desde el principio son suficientes para fundamentar tal dignidad humana» (Sentencias del BVG, vol. 39, 1, p. 41).

La mencionada sentencia enuncia exactamente lo contrario que lo formulado en la exposición del ministro. Pone de relieve una tradición jurídica congruente con esa sentencia, cuya falta de observancia contradice el principio fundamental de nuestra Constitución. En todo caso, Nida-Rümelin, al igual que Norbert Hoerster, a la vista de la tesis extremadamente pobre que proponen, dan pie para pensar que no consideran en absoluto el mandato de protección que el Tribunal Constitucional exige para los no nacidos.

El profesor de Filosofía Nida-Rümelin es muy dueño de tener por falsa o por «lírica constitucional» la propuesta del mencionado Tribunal. El derecho fundamental a la libertad de opinión incluye igualmente el de manifestar opiniones acerca de la Constitución y, felizmente, esto no se supedita a la esclavitud de lo políticamente correcto. No obstante, el titular de un cargo público no debería permitirse manifestaciones de carácter inconstitucional como las que hemos visto, sin consecuencias de ningún tipo. Tales manifestaciones llevan a temer lo peor en perjuicio del ordenamiento jurídico vigente y, además, amenazan la vida de miles de seres humanos a quienes, según los criterios ministeriales, no alcanza la protección de su dignidad y, por tanto, solamente constituyen objeto de aquella «consideración» que prescriben las leyes de protección de los animales para los cerdos antes de ser sacrificados. No nos engañemos: no pocos de nuestros contemporáneos han comenzado a pensar en esa dirección.

 ¿PERSONAS CONTRA LA DIGNIDAD HUMANA?
Trasladémonos por un momento a la desenfadada anarquía del cenáculo filosófico donde sólo cuenta el argumento. Cabría pensar que tienen razón quienes, como Norbert Hoerster, propagan la idea de renunciar a los derechos humanos y sustituirlos por los derechos de las personas. Por tanto, persona sólo pueden considerarse aquellos seres humanos que satisfacen determinados criterios, por ejemplo, los que poseen la capacidad actual para la autoestima, de tal forma que su dignidad como persona sólo puede ser lesionada mediante acciones que realmente privan al individuo de la autoestima.

Nida-Rümelin entiende por tales no las acciones dirigidas contra la vida humana, sino el escaso «respeto a la forma individual de vida correspondiente, así como los valores, normas y convicciones fundamentales que le son debidos». Ese respeto sólo puede ser dispensado, como es natural, a seres que poseen tales convicciones. Sin embargo, lamentablemente, todo es falso en esta tesis. En primer término salta a la vista que existen seres humanos que son tratados de la forma más humillante y violados de muchas maneras sin que padezca su autoestima. La autoestima de los verdugos nazis del 20 de julio de 1944, presumiblemente sufrió más por su propia conducta represora que la autoestima de sus víctimas.

No obstante, no deseo insistir en el punto más débil del argumento de Nida-Rümelin. En su favor, renunciaré a hacerlo, y señalaré solamente aquellas acciones que puedan lesionar la dignidad humana y que están en claro contraste con la autoestima de la víctima. Según él, poseen la dignidad humana únicamente quienes son conscientes de ella y, en consecuencia, capaces de autoestima.

También en los círculos filosóficos existen los protocolos de la «carga de la prueba», o sea, las formas de repartir la obligación de fundamentar las tesis. La tesis de quienes desean sustituir los derechos humanos por el derecho de las personas negando el ser personal a gran parte de la familia humana presenta un lastre argumental considerable, pues contradice la tradición general, no solamente europea, sino también la ética de la Humanidad. Su auténtico presupuesto estriba en afirmar que somos seres humanos y, por ende, acreedores de un reconocimiento de la consiguiente dignidad humana, pues los miembros normales de la familia humana poseen determinadas cualidades como la autoconciencia, la autoconsideración y otras análogas. De ahí se deriva que exclusivamente aquellos individuos poseedores de dichas propiedades tengan derecho a tal respeto o consideración.

Si esto fuera así, entonces serían dignas de aprecio las cualidades y situaciones que nosotros estimemos, y no las de los portadores, que a veces pueden encontrarse en tales circunstancias y a veces no. El representante más destacado de esa teoría empírica radical, Derek Parfit, sostiene que el individuo que despierta del sueño es una persona distinta de quien se duerme, pues precisamente al dormirse la persona cesa en su existencia. Esto, desde luego, es consecuente con dicha teoría, pero tal consecuencia contraintuitiva únicamente demuestra lo absurdo del supuesto.

Si somos conscientes de que tenemos hambre, el hambre realmente empieza no con el llegar a tener conciencia de ella, sino con el hambre misma que primeramente era inconsciente, y que después se convierte en hambre auténtica. Análogamente, todos nosotros decimos: «Yo fui concebido en tal fecha, y en tal otra nací después, en tal época y día». Y los hijos preguntan a su madre: «¿Qué pasaba mientras me llevabas dentro?» El pronombre personal «yo» se refiere no a un yo consciente, que en el claustro materno ninguno de nosotros tenía, sino a la vida incipiente del ser humano, que más tarde aprendería a decir «yo» y, a decir verdad, porque otros seres humanos le están diciendo «tú» antes de que pueda él mismo decir «yo». Aunque ese ser no aprendiera nunca a decir «yo» por alguna invalidez, le pertenece el título de hijo, hija, de hermano o hermana en una familia humana, y así, en la familia de la Humanidad, que constituye una comunidad de personas. Únicamente existe un criterio fiable respecto a la personalidad humana: la pertenencia biológica a la familia humana.

Parece complicado, pero basta con poseer la intuición de las personas corrientes para comprender lo que D. Wiggins escribe: «Persona es todo ser viviente que pertenece a una especie cuyos miembros típicos son seres inteligentes, dotados de razón y reflexión, y capacitados de una forma característica por su dotación física para considerarse a sí mismos, en diferentes momentos y lugares, como los únicos individuos pensantes que existen» (Sameness and Substance, Oxford, 1980).

Así las cosas, sobran las especulaciones escolásticas sobre el comienzo temporal de la personalidad. Tomás de Aquino creía en la activación divina, al tercer mes de ser concebido el ser humano, de un alma espiritual e inmortal que se extrae de su estado vegetativo. El Parlamento inglés cree que el feto es persona a los quince días de vida. Todas estas especulaciones devienen ociosas toda vez que el óvulo fecundado contiene el programa genético completo en su DNA. El comienzo de cada uno de nosotros es imprevisible. Es preciso que en el momento oportuno lo que es concebido por seres humanos se desarrolle autónomamente en una figura humana en crecimiento y que pueda contemplarse como «alguien», que no debe ser utilizado como «algo», por ejemplo como almacén de órganos de repuesto simplemente en favor de otros. Aunque ese «alguien» esté enfermo grave o incapacitado. Aun en el caso de aquellos experimentos de congelación que llevaron a cabo los nazis en los campos de concentración, como es sabido, a favor de otros enfermos.
Finalmente Nida-Rümelin quiere tranquilizarnos diciendo que se ha extendido el perverso argumento que predica, y que es válido porque la cuestión de los embriones está abierta, y si no lo hacemos nosotros, otros se beneficiarán de este lucrativo negocio. Tal argumento marca el final de toda ética. También en la naturaleza se produce la muerte violenta de seres humanos, y finalmente todos hemos de morir. ¿Pero nos está permitido, por ello, matar? Nadie es responsable de todo lo que sucede. Responsables somos, más bien, de lo que hacemos.